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Martín Cinzano

A principios de los noventa, cuando Pinochet continuaba relamiéndose sus bigotitos con sangre, llegaron los Lada a Santiago de Chile. Era el auto ruso, el auto que en cierto sentido parecía por lo menos simbolizar el hecho asombroso de que la dictadura algún día podía concluir. Pero, más que eso, era el auto del reacomodo, de la renovación: quien tenía un Lada era porque trabajaba en el gobierno de la Concertación y/o había sido exiliado político, condiciones ambas curricularmente idóneas.

El Cacho, por ejemplo, exiliado en Italia, de regreso a Santiago había conseguido un puesto en la Compañía de Teléfonos de Chile y manejaba un Lada nuevo, color crema, modelo Station Wagon. Era amigo de mi padre, quizá uno de los más íntimos, pero algo había ocurrido entre ellos que ahora sólo se saludaban de vez en cuando con monosílabos cortantes. Incluso el Cacho, aprovechando su puesto de trabajo, se había ofrecido para instalar una línea telefónica en nuestro barrio, donde casi nadie tenía teléfono, pero el ofrecimiento fue tajantemente rechazado por mi padre.

A mí, por el contrario, me caía bien, me gustaba escucharlo cuando lograba trasponer la puerta de casa y se explayaba sobre diversos temas, especialmente relacionados con Italia, su lugar favorito. Una noche nos visitó de improviso y, ante la sobreactuada indiferencia de mi padre, se sentó a hablar conmigo; dijo que venía del cine, donde acababa de ver Novecento, la película de Bertolucci. Me la contó completa y además me habló de Gramsci, de Pavese y de Pasolini, es decir de cárcel, suicidio y atropello, respectivamente. Según el Cacho, y a despecho de los comunistas rusos, franceses, alemanes, cubanos y chilenos, el asunto sin duda estaba entre los comunistas italianos. No sé, tampoco, de cuál asunto hablaba, pero asunto había. Es bueno conocer la historia de esos italianos, me decía, seguramente de haberla conocido… de haberla conocido, no la habríamos cagado tanto, sentenció mirando el piso. De pronto se quedó callado un rato, avergonzado, pero de inmediato subió la voz, como para que todos lo escucharan cuando dijo: ¡Puuuta, pero de haber sabido… de haber sabido mejor ni salíamos de la casa, ¿o no?!

Antes de subirse al Lada, ya en la calle, me aseguró que la próxima vez que viniera me iba a hablar de las Brigadas Rojas y del secuestro de Aldo Moro, pero el Cacho nunca más se apareció por ahí. Supongo que así es esto: uno también aparece en la vida de alguien una noche cualquiera, dice algo que queda grabado a fuego y desaparece.

Foto: betterparts.com