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LU SCHAFFER*

Cuando Vanessa Springora terminó de escribir *El consentimiento, no se atrevió a publicarlo porque significaba invocar enemigos y enfrentar demonios.

Creyó que era imposible dar a luz un libro tan dolorosamente personal; el testimonio de su lejana adolescencia, cuando el depredador llegó a su vida y nadie estuvo ahí para advertirle del peligro, tampoco para ayudarla cuando se deslavó como una acuarela.

Porque el depredador era una celebridad del mundo literario en Francia, con un gran número de seguidores, y cuarenta y nueve años de edad. Mientras que ella acababa de cumplir los catorce años y no pertenecía al omnipotente mundo de los artistas, era nadie, durante los años ochenta, cuando los franceses se sacudían de encima la represión de tiempos pasados, y sentían “la obligación de defender el libre disfrute de todos los cuerpos”, de forma casi compulsiva.

“¿Qué valor tiene la vida de una adolescente anónima comparada con la obra literaria de un ser superior?”, se pregunta Vanessa en uno de los libros autobiográficos más resonantes que leí en los últimos años. Digo “resonantes” porque de verdad tuvo eco: acorraló al depredador para quitarle su corona de autor idolatrado, abrió camino para que otras víctimas contaran su historia, hizo que varios periódicos y editoriales se disculparan públicamente, y destapó la cloaca de la pedofilia disfrazada de “revolución sexual”.

En las primeras páginas de El Consentimiento conocemos a V., una niña precoz que busca respuestas. Proviene de una familia disfuncional, su madre no la protegerá cuando lo necesite y su padre la abandonará pronto.

V. es vulnerable, nadie se interesa en su mundo; los otros niños la llaman fea, necesita saber que es amada por alguien para sentir que existe en ese mundo que la trata como a un fantasma.

Todos los ingredientes están listos. Son las características que comparten millones de niños víctimas de abuso. El depredador reconocerá el aroma.

Aquí es donde conocemos a G. Así se refiere la autora a Gabriel Matzneff, el importante escritor que defiende públicamente la pederastia. Nadie advierte de todo esto a V. cuando el famoso artista comienza a mostrar interés por ella. Algunos incluso lo consideran un honor porque se convertirá en musa de una importante obra literaria.

G. detecta a la niña vulnerable y precoz. Enseguida le escribe cartas donde la llena de halagos y asegura que no puede vivir sin ella. La niña cree que es amada por primera vez. Es el momento en que G. puede convencerla de que ella “accedió a acostarse con él” y a “ser amantes” durante dos años.

Además, G. tiene en sus manos las cartas que la niña le escribió para responderle, porque él la convenció de que la comunicación por teléfono era peligrosa. Si la policía se atreve a cuestionarlo, usará esas cartas de amor para demostrar que él nunca abusó de nadie, todo fue consensuado.

Vanessa cuestiona nuestra definición de la palabra “consentimiento”. Igual que millones de niños víctimas de abuso, V. dice “sí” a la ilusión de ser amada y vista, a la idea de tener a alguien, por fin, que la cuide. Pero no dice “sí” a todo lo demás: la violencia innombrable, el desmoronamiento de su psique, la violación, el trauma que la acompañará durante décadas, la destrucción de su identidad y de su mente, las ganas de quitarse la vida, la manipulación, el abuso de poder, la ansiedad que acecha en todas partes.

No puede decir “sí” a todo esto porque no lo conoce, a diferencia del adulto que teje su red alrededor de ella. No tiene la madurez ni las herramientas emocionales para asumirlo ni para comprender la herida ¿Cómo se puede llamar a eso “consentimiento”? “¿Cómo podrían estar ambos en el mismo nivel de conocimiento de su cuerpo y de sus deseos?”.

En años anteriores a la historia de V., Francia enfrentó represión sexual, desigualdad y segregación, pero la gente luchó para defender su libertad. Años después, los ciudadanos se rebelarían ante cualquier cosa que les recordara la opresión de los tiempos oscuros. En esa fiebre se dejaron arrastrar por los discursos de gente narcisista que usaba la causa para beneficio propio sin importar el daño que causaron a los niños.

Vanessa narra cómo pasó de amar los libros a desconfiar de ellos por completo, porque fueron utilizados para realzar la voz de los agresores y acallar a las víctimas. Altavoces para hacer apología del abuso.

En la actualidad Vanessa es editora y escritora, ama su trabajo, pero aclara su sentir hacia los libros: “hoy los observo con desconfianza. Entre ellos y yo se ha alzado una pared de vidrio. Sé que pueden ser venenosos”.

Con El consentimiento, la autora consigue “atrapar al cazador en su propia trampa, encerrarlo en un libro”. Denuncia no sólo a un hombre, sino a toda una élite. Cuestiona a los medios masivos de comunicación, a los editores y los escritores. Es el antídoto para oponerse al veneno de las publicaciones que minimizaron la herida de millones de niños. Así recupera su historia.

*El consentimiento

195 pp. Penguin Random House, 2020

Vanessa Springora (París, Francia, 1972)

El consentimiento

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