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Emiliano Becerril Silva*

La historia de los ilusionistas es algo curioso de mirar, cuando se puede, porque ellos son un poquito escurridizos. Claro, hay muchos escapistas e ilusionistas amateurs. Pero más allá del novio o novia que en un acto digno de Mandrake, desaparecen de las relaciones sin previo aviso; del que fue por cigarros y nunca volvió, o de las arcas de dinero que desaparecen, ellas solitas, siempre en México, como por acto de magia, y cuya evidencia se esfuma, también ella sola, y más allá de la memoria histórica, de suyo una ilusión, de por sí creada, y más allá de la desaparición de las selvas o del amigo al que uno le prestó dinero, y se esfumó, o la inteligencia de varios, que quizás nunca desapareció porque nunca estuvo ahí, digo, más allá de todo eso, o quería decir, el mundo del ilusionismo y el entretenimiento profesional, o por lo menos el ilusionismo reconocido socialmente, aunque sin paga, comenzó hace mucho tiempo.

Uff, perdón.

Hace 2700 años, parece que un tal Dedi, en el Antiguo Egipto, se hizo famoso por hacer un truquito sencillo: decapitar gansos. Mira este ganso, mira su cabeza: pues ahora ya no está. Cuando Dedi hacía el truquito, la gente profiriera óes y úes, y el público se llevaba las manos al rostro, en el ya conocido pudor egipcio del que todos escuchamos hablar y sobre el cual leímos incontables páginas en los libros de primaria cuando éramos niños. Después de decapitar al ganso, Dedi hacía una pausa, miraba con regocijo a su público egipcio, petrificado, pero no momificado, y regresaba las cabezas del ganso a su lugar. ¿A dónde van? Anubis. Los gansos seguían enteros. Pero ya le había sacado un susto a todo mundo, menos a los gansos.

 

Dicen los enteraos que Dedi es uno de los primeros ilusionistas de la historia. Y los que son aún más enterados, que en esta época actual abundan, aseveran que él es uno de los precursores del me canso ganso, del juego de la Oca y de la canción «Estás como un ganso». Los gansos tienen su historia, no crean. Y nadie sabe para quién trabaja.

Otro personaje inolvidable o por conocer, fue Robert-Houdin, un ilusionista francés del siglo XIX, conocido como «el padre de la magia moderna». No confundir con Harry Houdini. Es más, sí pero no tanto. Harry Houdini, el famoso escapista estadounidense, que en realidad no era estadounidense de origen, sino húngaro, en un primer acto de desaparición había escapado de su nacionalidad y país para irse al gabacho, y en un segundo acto de desaparición había escapado de su nombre, porque tampoco se llamaba Harry ni Houdini, sino Erik Weisz, y se había renombrado escogiendo su nombre en honor a otro mago, a Robert-Houdin.

En resumen, porque ando barroco, Robert-Houdin es francés, y Harry Houdini, húngaro nacionalizado estadounidense, tomó su nombre de él. No se conocieron, Harry nació en 1874, tres años después de la muerte de Robert, en 1871.

Aunque a decir verdad, probablemente Harry Houdini sí lo conoció un poco, porque leyó un libro escrito por él, por Robert-Houdin, The Memoirs of Robert-Houdin, Ambassador, Author, and Conjuror, Written by Himself, que no hemos leído pero nos da curiosidad por estar escrito por quien está escrito. Y le cambió la vida. Y el nombre. Claro, hay quien dice que los libros no cambian vidas. Pero bueeeeno.

El francés Jean Eugène Robert-Houdin había empezado su carrera como relojero. No cabe duda de que en los trucos de magia, los tiempos son clave, y un relojero tiene ventaja. Y como nadie sabe para quien trabaja, decía, Robert-Houdin acabó recibiendo un encargo por parte de Napoleón: ir a Argelia a hacer trucos de magia a los árabes. Y el mago fue. En uno de sus actos, permitió que un argelino le disparara con una bala marcada. La bala no mató a nadie, sino que más bien le hizo cosquillas a Robert-Houdin, y apareció luego en uno de sus dientes como si fuera el premolar de la dentadura de un corsario inglés. Los argelinos se quedaron perplejos, pero no fue suficiente para detener a los rebeldes. Robert-Houdin había conseguido algo, meterles miedo y fracturar el poder del líder religioso argelino, cuyos poderes sobrenaturales quedaron cuestionados. Sobra decir que este truco no lo inventó Arnold Schwarzenegger en Last action hero. Y tampoco viene en el libro del Arte de la guerra, de Sun Tzu, sino que fue un acto de disuasión bélica craneada por Napoleón. En la guerra y en el amor todo se vale, quizás. Aguas con los marcianos.

*Emiliano Becerril Silva, editor y escapista