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Inmortalidad y envidia, básicos en el ser humano: Ricardo Garibay a 25 años de su partida

 

Entrevistar al gran escritor mexicano Ricardo Garibay en mis comienzos como periodista, no fue fácil. Paciente no era. Gruñón sí y mucho, aunque también podía ser encantador y cuando se lo proponía, un gran seductor, pero sobre todo, en Ricardo, era un placer escucharlo hablar: dominaba la lengua como nadie y con su voz, sabía acariciar…pero también dar al blanco para pulverizar a una persona con pocas palabras.

Cuando mi primer director, Efraín Pacheco Cedillo me pidió que lo entrevistara, recién comenzaba como reportera. Llamé a su casa, me dio la cita y me presenté llevando conmigo una vetusta grabadora, no tenía otra. Era un 12 de agosto de 1985. Ya me esperaba el escritor de pie a la entrada de su despacho. Vestido con bermudas, una cómoda y fresca camisa estilo japonés y cómodas sandalias de cuero.

Luego de los saludos, me invita a sentarme frente a su escritorio, mientras él, del otro lado, prende un cigarrillo. Gran observador, supo que había que ayudarme, no esperó mi primera pregunta, de pronto lo escuché decir con esa su voz única: “Cada cual busca no perderse en el olvido, aunque de distinta forma, mientras que Platón y da Vinci lo hicieron exaltando su arte y sabiduría, Sahagún Baca, el director de la DIPD (Dirección de Investigaciones y Prevención de la Delincuencia) lo hace torturando”.

En ese momento pregunté: ¿Qué busca Ud. al escribir? ¿Tal vez con su quehacer literario espera librarse del olvido? Garibay de inmediato lanzó su respuesta: “En la literatura todo se vale; lo que se requiere es talento para avanzar hacia el éxito al que siempre lo acompaña una permanente frustración porque nunca se alcanza lo deseado”. Se queda un momento en silencio. Lo había leído, me encantaba su quehacer no solo literario sino periodístico. Y les confieso que no me equivoqué al conocerlo, era igual detrás de la pantalla que fuera de ella: inmensa cultura, lúcido, reflexivo y de pronta palabra. Yo sabía antes de esa entrevista que de Garibay se podían decir muchas cosas, pero no que mintiera, no que careciera de talento, no que eludiera siempre decir la verdad…aunque doliera.

“Mire Ud., cuando se practica el ejercicio de la literatura, en ocasiones deja un sabor de inferioridad, de debilidad, de invalidez a veces bastante ingrato porque la lengua se agota por lo mismo el escritor debe ser un lector insaciable que alimente la imaginación con idioma, con lengua, con oficio, porque no hay otra cosa. Las pobres palabras tienen que traducir la intraducible emoción del artista. Es un problema tan grande el saber que se siente exactamente porque hay palabras que no dan para la interioridad del alma.

“¡Quién fuera Dios! –al decirlo alza ambos brazos- que sabe todo lo que pasa y puede inventar lo que quiera. Piensa, crea y luego pone nombres”. Mientras lo escucho me queda claro que al hablar Garibay mezcla, construye relatos, incorpora tenaz las palabras, las reitera a su antojo porque siempre en pos de una meta sin ceder a la tentación de hacerse a un lado. Mientras escribo esto juego con el tiempo. Ricardo unía ideas, las confrontaba, le gustaba saber que era escuchado y comprendido. Al terminar una idea, queda en silencio.

Luego sigue: “¿me pregunta cuál es el secreto del estilo?, -menciona a quien esto escribe-le respondo: es pasar toda una vida entregada para conseguir un pequeño montón de palabras que son el diccionario personal del escritor. Ese conjunto de palabras y la manera de organizarlas es el estilo. Eso es todo. Que quede claro, el estilo se consigue desde el arranque, pero se va depurando, perfeccionando, hasta aparecer en el papel precisamente la persona que escribe”.

Al decirlo hace una pausa, sus codos, firmes sobre la mesa no logran que sus manos rocen su boca. Luego añade: “estilo inimitable el de Borges; solo a él le pertenece. A nadie más. Cuando uno evoca los logros de un Hernán Cortés, de Carlomagno, o de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, no se comparan con el presente de quien los rememora. Uno, tal vez, esté metido en una tontería masturbatoria sin fin, buscando acumular unas pocas palabras para poder existir.

“Sí. Escribir es muy frustrante pero ¡cuidado! porque a la vez, se siente uno profundamente orgulloso de ser escritor. Finalmente, lo que yo hago y se hacer y eso nadie me lo puede rebatir, es leer y escribir. Y a la postre, el sentido de la existencia que es la historia, la hacemos nosotros. Respecto a los héroes o próceres, no me impresionan, su gloria es efímera, permanece lo que dura la estatua de mierda que le levantan los pueblos estúpidamente agradecidos. En cambio el escritor, ¡sí queda!

“Sin embargo es más fácil exaltar a un héroe porque a un escritor hay que leerlo primero y esto resulta ya más latoso para mucha gente, además, recuerde que el escritor nunca está de acuerdo con nada, este es su mérito. Todo lo pone en entredicho, si no, no es un escritor serio y al pueblo y a los héroes no les gusta ser puestos en entredicho, al final siempre pagan un alto precio. Está el ejemplo de Sócrates, lo dejaron decir todo lo que quiso. Al fin, lo hicieron tomar la cicuta y si no quiere que yo también le haga tomar la cicuta a Ud. –menciona mirándome-, demos por terminado este encuentro”, al decirlo, sonrió con un raro dejo de ternura en sus ojos. Ese día supe que era el inicio de una preciosa y respetuosa amistad que duró hasta que murió. Ahora que recién se cumplieron 25 años de su partida (3 de mayo de 1999), lo recuerdo con cariño, amistad e inmensa gratitud por todo lo que de él aprendí. Querido Ricardo, ¡cómo se te extraña!

Lya al final de la entrevista con el genial escritor. Foto, cortesía de la autora.