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La inteligencia artificial es, sin duda, uno de los temas más relevantes de nuestro presente, tanto por buenas como por malas razones. De entrada, existe un fascinante debate filosófico sobre qué es inteligencia. Yo no soy experto en la temática; para ello, remito a alguien que sí lo es: mi querida colega y amiga, Alicia Valentina Tolentino Sanjuan, quien también colabora en este periódico y escribió un excelente ensayo que contiene esta discusión (el ensayo se titula “Repensar los anhelos” y forma parte del libro Inteligencia artificial: privacidad en quiebra y pérdida del gobierno de nosotros mismos).

En términos sociológicos, debe quedar claro que la idea de “inteligencia” se estructura según parámetros de medición que no son necesariamente compartidos por todas y todos. No por nada existen diferentes definiciones de inteligencia: emocional, lógico-matemática, financiera, entre otras.

Señalo lo anterior porque, desde mi perspectiva, los desarrollos de inteligencia artificial más renombrados hasta el momento están estructurados con base en valores relacionados con una idea de “inteligencia” más productivista que reflexiva. Lo cual, en sí mismo, no está mal, pero vale la pena detenernos a pensar quién define qué es más importante producir (“desarrollar”, según una jerga más propia de la IA). De esta forma, deberíamos estar partiendo de la idea de que las reflexiones sobre las implicaciones éticas deben ir de la mano del desarrollo técnico de las distintas formas de inteligencia artificial.

Tampoco podríamos decir que, entre desarrolladoras y desarrolladores, no existen estos debates, pero no estoy seguro de que tengan la centralidad que deberían. Si la IA va a ser cada vez más importante en distintos ámbitos de nuestra vida, no debemos perder de vista que habrá momentos en los que habrá diferencias sobre en qué temas es más importante e incluso urgente aplicarla.

No hace mucho fuimos testigos de un tema que claramente requería colaboración internacional y solidaridad: la vacunación para reforzar las defensas ante el COVID-19. Recordemos que la distribución se vio influenciada por factores políticos que, en lugar de reducir las desigualdades, las aumentaron (otro debate filosófico fascinante es aquel que señala que no existe modernidad sin alguna forma de colonialidad).

Pongo un problema sobre la mesa: sería ideal utilizar las herramientas en cuestión para, por lo menos, acabar con la pobreza y disminuir las desigualdades; sin embargo, ¿qué porcentaje de los recursos invertidos se destina a este objetivo? El desarrollo de tales tecnologías depende, en gran medida, de una cuestión de presupuestos. No debemos ser ingenuos: quienes financian estos proyectos deciden la dirección en la que se desarrollan. El hecho de que un millonario como Elon Musk esté involucrado, de entrada, me pone en alerta.

Hasta el momento, no son los gobiernos quienes más están invirtiendo en el desarrollo de IA; son empresas privadas. Liberales y conservadores podrían argumentar que la idea de separar tajantemente inversión privada y pública no es “moderno” o “avanzado”, pero es claro que, como aún vivimos bajo el capitalismo, cada clase social se mueve según intereses propios. Quienes ponen el dinero para desarrollar inteligencia artificial no nos preguntan sobre nuestras ideas o sobre cuáles necesidades son más apremiantes; sin embargo, sus decisiones nos influyen, por eso es un problema público y la regulación es muy importante.

En teoría, suena bien desarrollar tecnología para liberarnos de tareas repetitivas y monótonas. No pretendo defender un argumento antimoderno o anti-inteligencia artificial (por lo menos, no totalmente), pero sí coincido con quienes proponen analizar la temática de una manera compleja y crítica, tomando en cuenta problemas concretos que ya están sucediendo.

Por cuestiones de espacio, no me detendré mucho en ello, pero dejo apuntado que un tema clave es la regulación, tanto formal (expresada en lógicas de Estado y políticas públicas) como social (es decir, construida a partir de prácticas, normas y valores sociales).

Para reiterar que mi planteamiento no es totalmente sombrío, el potencial que tiene la IA para mejorar la calidad de vida de las personas está ahí. Ahora bien, ese potencial será efectivo (o no) según contextos políticos y económicos específicos. La IA puede manejar una gran cantidad de datos, detectando patrones o rupturas no observadas anteriormente y, con base en ello, brindar información valiosa para diseñar, implementar y evaluar políticas públicas.

El tema es que, si viene es verdad que no hay que tenerle miedo al desarrollo de estas tecnologías, tampoco hay que hacer como si los problemas éticos no estuvieran ya no sólo pisándonos los talones, sino estrellándosenos de frente.

* Profesor de Tiempo Completo en El Colegio de Morelos. Doctor en Estudios del Desarrollo por el Instituto Mora.