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Martín Cinzano

Contratado por el Estado de Morelos, un ingeniero escandinavo llega a vivir al centro de Cuernavaca, al cuarto de un departamento compartido, cuando ya hace mucho tiempo que la ciudad se ha secado. Ya no llueve, y el único signo visible de humedad lo constituyen las misteriosas fugas de agua que aún discurren por sus calles empinadas, de modo que el trabajo del escandinavo consiste en encauzarlas para una utilización razonada, a lo cual se aplica con disciplina y tesón.

Su compañero de departamento es un joven centroamericano, con quien entabla conversaciones en inglés muy rápidas las pocas veces que se cruzan en el pasillo. El centroamericano, aficionado al cine, ha visto un montón de películas escandinavas y cada vez que tiene ocasión las comenta o intenta comentarlas con su compañero de departamento, para quien el inquilino centroamericano es un chico simpático en quien, sin embargo, no tarda en advertir un defecto importante y que a él, por profesionalismo, le irrita: desperdicia agua. Pero así y todo, lo soporta.

Mientras recorre las calles y traza planos bajo un sol inclemente, el trabajo del escandinavo poco a poco se va enfrentando a una burocracia de intereses oscuros, entre cuyos recovecos y frases sinuosas se deja entrever la intención de privatizar el servicio de agua potable. Los y las habitantes de Cuernavaca además parecen haberse petrificado en muecas hostiles, incapaces de sonreír, como si la sequía de la ciudad hiciera mella en el ánimo y se tradujera en amenazas veladas y no tan veladas. Con todo, sudando entre la desconfianza de quienes lo rodean, él persiste.

Una noche el inquilino centroamericano lo invita al Cine Morelos al estreno de una película de un conocido director escandinavo. La película, un thriller, se desarrolla en una ciudad fría, laberíntica, donde cada tanto aparecen cuerpos descuartizados; pese a la brutalidad del film, a ambos les gusta, los deja entusiasmados y con ganas de estirar la noche, a tal punto que el escandinavo, sin duda el más emocionado, compra una botella de mezcal para beberla en casa. Va todo bien, hay risas, un ambiente distendido, pero al tercer caballito el centroamericano va al baño y a su regreso el escandinavo no puede dejar de advertir que ha dejado corriendo el agua. El centroamericano, sin embargo, no advierte nada y ríe y le dice al escandinavo algo en español que éste no entiende, o que tal vez, ofuscado como está, interpreta como un insulto o una palabra en argot sólo comprendida por hispanohablantes. Ofendido, el escandinavo grita algo en su idioma, se levanta de la mesa y se encierra en su cuarto.

Pasado unos días, el incidente ha sido ya casi olvidado, aun cuando, en breves momentos, cuando ambos se cruzan en el pasillo, la memoria los lleva a esa extraña y un poco vergonzosa escena.

El escandinavo no ha logrado establecer con precisión la causa de las fugas de agua; apenas quiere avanzar en alguna línea de investigación, se topa con las evasivas de altos funcionarios locales, que son, a fin de cuentas, quienes le pagan. Salvo con el centroamericano, tampoco ha establecido ni el más mínimo contacto amistoso con algún habitante de la ciudad, y así él, proveniente de un clima frío, se ve en la paradójica situación de extrañar el calor de sus tierras en medio de un trópico glacial.

Una tarde de cielo nublado, por casualidad, en una de las calles aledañas al Zócalo se encuentra con el centroamericano; se saludan con afecto, dando por superado el extraño incidente, y caminan hacia el departamento, mientras el escandinavo se suelta a hablar de coladeras inservibles, de cañerías rotas, de una comunidad descompuesta, en fin, de tomar real conciencia ante una desgracia mayor en términos planetarios. Llegan al departamento, sudando, y cada uno se sirve un vaso de agua de un garrafón distribuido por una empresa privada. El escandinavo, mirando el garrafón, reparando en las gotas de agua que han salpicado el piso, da un suspiro. Se oye un lejano trueno, aunque el escandinavo no sabe si es un trueno, el paso de un avión o uno de los tantos cuetes que cada tanto se oyen hacia el norte de Cuernavaca. El centroamericano, que hasta aquí ha guardado silencio, le sonríe y le dice que ya es tarde y mejor se vayan a descansar.

El silencio se ha apoderado del departamento, lo cual no impide que a mitad de la noche el escandinavo se despierte al oír agua corriendo en algún lugar. Había logrado dormirse, había olvidado —al menos por esa noche— el asunto. Maldice al centroamericano, maldice a Cuernavaca. El fluir del agua lo irrita de tal manera que se levanta y va a la cocina y luego al baño, donde comprueba con sorpresa que las llaves están bien cerradas. Se sienta en la taza, se pone de pie, se mira en el espejo. Es como si las fugas de agua de toda la ciudad se le introdujeran por los poros, se expandieran por sus venas, acompasaran sus latidos. Frente al espejo, por un momento creer ver en sus ojos, en sus fosas nasales y en sus orejas perfectas cascadas de agua potable; pero ahí sólo hay unas profundas ojeras, una nariz con pecas y unas orejas cada día más peludas. Por fin sale del baño, apaga la luz, se mete al cuarto y se acuesta. Apoya la cabeza en la almohada y apenas cierra los ojos, comprende: está lloviendo. Recuerda entonces la frase de uno de los personajes de la brutal película que vio junto al centroamericano: que llueva, que llueva y que la lluvia lave esta ciudad de mierda o se la lleve por las alcantarillas como un envoltorio de caramelo.* El escandinavo esboza una sonrisa y cierra los ojos.

*Palabras de Claudio Bertoni en ¿A quién matamos ahora?

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