loader image

Enrique Guadarrama López*

Es indudable que la aparición, en diferentes momentos y en circunstancias particulares, de los organismos constitucionales autónomos vinieron a oxigenar y fortalecer el sistema político-constitucional en nuestro país, al reconocerles funciones que, por mucho tiempo, correspondieron en exclusiva al poder Ejecutivo. En el diseño normativo, la independencia de actuación de esas instituciones posibilitó que se tornaran en un contrapeso natural al gobierno.

Con el tiempo, el actuar autónomo de las instituciones provocó, y sigue provocando, que sean incómodas para la administración pública. En no pocas ocasiones se les ha calificado de ser contrarias al proyecto de gobierno. La reacción de los políticos y funcionarios de alto nivel se tradujo en acciones evidentes encaminadas al debilitamiento institucional. Reducción presupuestal, intentos de reformas legislativas regresivas, no aceptación ni cumplimiento de resoluciones, son ejemplos de esos intentos de demeritar su trabajo.

En los últimos tiempos, se ha recurrido a nuevos mecanismos políticos para atacar a las instituciones autónomas, incluso desaparecerlas, como ya ocurrió con una de ellas (INEE). De buscar su inanición funcional y operativa -al no designar a los titulares o integrantes de un órgano colegiado para su legal funcionamiento-, a realizar la designación de una persona sin perfil adecuado, ni experiencia, ni compromiso real con la función que le corresponde llevar a cabo -dar mayor peso a la lealtad política que a la capacidad-. Sin olvidar los ataques personales a los titulares de los organismos. En la perspectiva de los detractores de los organismos autónomos no importa que haya déficit institucional, ni que haya impacto negativo a la sociedad y al Estado mismo. Lo que se busca es quitar de en medio la piedra que representa para el gobierno una institución realmente autónoma. Pesa más el interés egoísta y políticamente partidista, que el beneficio institucional y social.

En este panorama quiero poner la atención en otra situación que se viene presentando en la práctica, y que también resulta atentatoria de la autonomía de las instituciones. Curiosa e inexplicablemente la nueva circunstancia se genera al interior de las propias instituciones. Uno pensaría que deberían ser las primeras en encabezar la defensa de su autonomía. Sin embargo, vemos actitudes de sus titulares y cuerpos colegiados que abonan más a una búsqueda de ser bien vistos(as) por el gobierno, a una autentica actuación a favor de la sociedad y de los derechos humanos.

¿Qué observo? Una suerte de declinación de la autonomía, con acciones, omisiones o insuficiencias que lejos de fortalecer la lucha de la institución la debilitan. Cuando en asuntos relevantes y mediáticos hay silencio, inacción o dejadez de la institución que debe investigar y resolver el problema, lo que encontramos es una permisividad institucional que afecta los derechos de la sociedad. Eso mismo lo podemos trasladar a casos en los que las resoluciones no se corresponden con la gravedad de la problemática que se busca resolver, por ser incompletas, imprecisas o sin debido soporte técnico, lo que ocasiona que frecuentemente no sean aceptadas o que de manera recurrente sean impugnadas jurídicamente. Esto pone en entredicho la actuación de la institución.

Este panorama obliga a pensar en lo necesario que resulta tener mecanismos que midan y verifiquen la actuación autónoma de las instituciones. El punto nodal para la medición de la autonomía es la utilización eficiente y eficaz de los instrumentos y herramientas que les otorga la ley para actuar en beneficio de los derechos humanos que se buscan proteger. Es importante contar con un modelo de medición del ejercicio de la autonomía de las instituciones autónomas. Volveremos sobre este tema.

Estamos acostumbrados a ver el anverso de la moneda de la autonomía, la que se corresponde con la obligación de las instancias y dependencias de la administración pública de respetarla. Sin embargo, es momento de ver la otra cara de la moneda, consistente en que las propias instituciones hagan valer de manera clara y comprometida la autonomía que les reconoce la Constitución. Ahí radica buena parte de los propósitos que buscó el constituyente permanente al momento del diseño autonómico institucional.

Hay que exigir que las instituciones autónomas sean eso, realmente autónomas. Es lo menos que se les puede exigir.

* Investigador del Programa Universitario de Derechos Humanos de la UNAM.

eguadarramal@gmail.com

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *