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Alicia Valentina Tolentino Sanjuan*

Impunidad, según definición etimológica de la RAE, es un acto que queda sin castigo. Hace algún tiempo, conversando con el profesor y filósofo José Barrientos, me comentaba que a su parecer muchos de los problemas sociales, específicamente el de los feminicidios en México, tenían que ver con la impunidad.

Es cierto que los fenómenos de violencia están cruzados por una cantidad de elementos diversos —pues el acto, por ejemplo, de asesinar a una mujer está revestido de toda una carga soportada por la cultura— pero también es cierto que el papel de la impartición de justicia, o su falta de presencia, son determinantes al momento de tratar los problemas sociales. Y en el caso de México, gobernantes y dirigentes que tienen a su cargo puestos públicos, han quedado a deberle mucho a la justicia; y con ello, han mantenido el clima de impunidad que todavía hoy impera en el país en todos los niveles.

¿Hasta dónde es posible creer que la impunidad se borra con un carpetazo, con la difusión de un panfleto o con la distorsión deliberada de hechos? ¿Qué sistema de justicia respalda las acciones dolosas de personas que, con poder público o no, intentan “tapar” actos faltos de toda ética y que se hacen a modo y a conveniencia?

En 1963 la filósofa alemana Hannah Arendt publicó un análisis sobre su investigación en el libro Eichman en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal. El gran mérito de esta obra, entre muchos, es exponer en parte cómo se reproducen ciertos esquemas y prácticas donde la malignidad se enquista. Para que esto suceda, desde luego que hace falta una estructura que la soporte, que la legitime. Fue el caso de toda la maquinaria burocrática que operó durante el oscuro periodo genocida de Adolfo Hitler —y que debería de quedar como antecedente para absolutamente todos los pueblos, no solo como muestra de barbarie hacia el pueblo judío. Todos los pueblos y todos los gobiernos pueden ser proclives a cometer estos brutales actos y a legitimarlos con discursos que siempre tienen un trasfondo de odio.

Volviendo al análisis de Arendt y acerca de la figura de Eichman, quien ejecutaba la orden de asesinar, señala que ni siquiera era antisemita o tenía una mentalidad enferma: simplemente obedecía órdenes porque era su trabajo. Las preguntas inevitables ante este tipo de argumentos son, ¿no era capaz de reflexionar por sí mismo?, ¿sabía que ejecutaba órdenes de muerte y no se detenía? Bien, de entre los recursos empleados por Arendt para dar una posible respuesta es que no. Hay momentos de la historia en donde el mal se legitima a sí mismo y los individuos pierden toda capacidad de cuestionar los actos atroces, injustos.

Si cambiamos de términos y utilizamos impunidad en lugar de malignidad para analizar el caso de nuestro país, se verá que todavía, aún con los notables esfuerzos de muchos dirigentes y sectores sociales, perdura en ciertos nichos la impunidad bajo el cobijo de influencias políticas. Prácticas caciquiles de quienes no miran más allá de su propio poder y beneficios personales y que son toleradas por la sociedad porque culturalmente se han normalizado.

Es decir, la injusticia y la impunidad siguen presentes en las prácticas de la política en todos sus niveles y no cambiarán si no somos personas lo suficientemente críticas e informadas. Esos dos males no se irán de nuestra sociedad con el cambio de partidos: se irán hasta que la sociedad se vuelva lo suficientemente exigente de rendición de cuentas para todo sujeto en ejercicio del poder público.

*Red Mexicana de Mujeres Filósofas