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Violeta Ayun nunca aprendió a leer ni a escribir, pero sabía cómo no perderse en el cielo. Su mirada era como una brújula que la ayudaba a pasear por la Constelación de Orión y a visitar los confines de la Galaxia de Andrómeda, viajes que siempre le deparaban encuentros con la poesía. Su memoria era prodigiosa y tenía en su compañero Paikerew un cómplice que, laboriosamente, le ayudaba a transcribir en pergaminos los hallazgos de esos encuentros. Los dos nacieron en el Año de la Liebre Blanca, en una región que entonces carecía de fronteras y de banderas, al pie del volcán de Parinacota. La poesía era su manera de respirar, un acto natural que simplemente sucedía, alimentando su espíritu y estimulando sus días, que desde muy jóvenes dedicaron a sembrar yerbas de olor, principalmente romero y albahaca.

De esos pergaminos, donde Paikerew copió la poesía que Violeta le dictaba, tan sólo se conserva una docena, gracias al cuidado que los dos tuvieron para esconderlos en una gruta, convencidos de que así estaban resguardando una manera de conversar con el futuro. No era un acto de egoísmo, tan común entre las y los poetas, sino el humilde gesto de quienes comparten el pan que la vida les regaló.

Gracias a sus paseos cósmicos, Violeta encontró un camino para aprender a convivir con su clan. En el cielo, decía, está todo lo que necesitamos saber para que no se nos marchite la vida. En la profundidad de la noche, en sus murmullos y aromas, encontró pócimas que le ayudaron a prepararse para enfrentar cualquier infortunio, por grande o diminuto que fuera.

“Yo esperaba a la noche

Como quien espera el calor de una fogata

Y la noche se me revelaba con sus dones

Invocando el alma noble de mis abuelas”

Cuando era niña, Violeta Ayun se perdió en un bosque durante 7 días y 8 noches. En ese tiempo encontró formas de sobrevivencia que le servirían para el resto de su vida. No la paralizó el miedo. El espíritu que sus andanzas por Orión y Andrómeda inocularon en sus venas fueron providenciales. En esos 7 días y 8 noches se enfrentó a todo tipo de peligros: animales ponzoñosos, el frío, el hambre, un mapache canijo, hormigas cuatalatas, rayos y centellas. Sabía muy bien que morir era una posibilidad real y se abandonó a su suerte, porque su suerte era hija de los caminos que eligió recorrer.

Deambular por Orión y Andrómeda, naturalmente, es una metáfora qué, si uno sabe cómo invocar, traerá consigo vivencias como las que alguna vez evocó don Cronopio al referirse al Peregrino Inmóvil: “El hombre está llegando a la luna, pero hace más de veinte siglos que un poeta supo de los ensalmos capaces de hacer bajar la luna hasta la Tierra. ¿Cuál es, en el fondo, la diferencia?”

Paikerew, hay que decirlo, nunca tuvo quien le transcribiera sus poesías. Los vestigios de ese arte que, sin duda, practicó con la serenidad de quien no le pide becas a la vida, han quedado sembrados en el mundo y eventualmente florecerán.

“Fantasmal era mi presencia

Como una manía suicida

En época de huracanes

Con las tinieblas acechando

Y la difícil costumbre de estar muerto”

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