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Una de las peores formas de violencia es la intrafamiliar y, en ella, ninguna tan perversa como la violencia vicaria, que consiste en arrebatarle a uno de los padres a los hijos de un matrimonio fallido con la sola intención de causar daño, generalmente a la madre, aunque las verdaderas víctimas siempre resultan ser los menores.

Es común que los pleitos familiares se enconen y generen mayor animadversión que la que podría originar cualquier otro pleito legal, pero la violencia vicaria ataca el núcleo de lo que fue la familia y no se puede concretar sin la participación de las autoridades judiciales, pues son los jueces los que la impulsan y arropan con fallos cuestionables que, en ocasiones, dejan en el desamparo a uno de los padres y, siempre, a los hijos.

La juez de primera instancia del Quinto Distrito Judicial con sede en Yautepec, Lilian Gutiérrez Morales, fue denunciada por supuestos actos de omisión en agravio de dos menores de edad, pues, contra toda lógica, le otorgó la patria potestad al padre, ya catalogado como violentador y quien es la causa de que, por lo menos, uno de los menores sufra de ansiedad tras ver cómo estrangulaba a su perro. A la juez también le pareció adecuado establecer que la pensión alimenticia que debe aportar es solo de dos mil pesos pagaderos en especie con latas de atún.

Otro caso podría ser peor: la señora Dulce Gabriela Flores Hernández, vecina de Cuautla, peleó la custodia de sus hijos cuando el padre los secuestró el año pasado y le impidió verlos. Los menores fueron llevados a Celaya, Guanajuato, en donde un juez le concedió al padre la custodia sin escuchar a Dulce. Hoy el padre y la madrastra están siendo procesados por el presunto asesinato de uno de los niños, pero otro juez le otorgó la custodia del restante a la familia paterna, a pesar de los alegatos de Dulce, quien hoy está desaparecida, como denunciaron integrantes del Frente Nacional Contra la Violencia Vicaria.

Desde luego, no conocemos las razones que llevaron a los jueces a tomar esas decisiones, pero definitivamente no fue el bienestar de los menores o de las madres. Con sus determinaciones los jueces cometieron, además, violencia institucional, pues dejaron en el desamparo legal no solo a las madres, sino a los menores que, según las leyes mexicanas, deberían gozar del interés superior de las leyes y de la nación.

Es inevitable pensar que alguien les facilitó tomar esas decisiones que, en el menor de los casos, resultan cuestionables para la mayoría de los mortales y que, en la peor de las situaciones, lleva a pensar que la corrupción, en efecto, puede costar vidas y dejar huellas imborrables en muchas familias y en los menores, quienes inevitablemente crecerán con una visión trastornada de lo que es la familia, el respeto a la vida, a la pareja y, desde luego, a la ley.

Por la participación del aparato legal en este tipo de situaciones, los casos que se denuncien como violencia vicaria deberían ser atendidos por protocolos especiales y revisados todos los fallos judiciales que intervengan en ellos, en lugar de orillar a las víctimas a buscar en grupos sociales la solidaridad que les niegan las leyes y los jueces. Desde luego, la solución de este flagelo debería empezar por el propio aparato judicial, pero eso, en Morelos, es ya hacerse muchas ilusiones.

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