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FOTONOVELA

 

¿De dónde surge la apetencia humana por la desgracia ajena, aquella tan conocida por todos, que nos mantiene conectados al suspenso y culminación de la anécdota o historia generada por el suceso trágico, el cual, por cierto, cualquiera pudo protagonizar? A esta pregunta que puede resultar centenaria, Irene y Felipe intentaron de vez en vez aportar respuestas incipientes, cuando frecuentaban de manera no muy asidua – hay que admitirlo – las butacas universitarias y, un poco más frecuentemente, los asientos de la cafetería donde disfrutaban un café no tan caliente acompañado por los chismes más candentes de la semana. Él en pos de seguirle la corriente y sumar más puntos con ella, compitiendo directamente con el chavo popular del grupo, y ella con tal de sentirse bien acompañada. Ahí revisaban en sus teléfonos las noticias extra académicas para comentarlas: la estudiante aterrada por un par de compañeros que la acosan o el profesor quien al subir a su vehículo se percata que su guantera se encuentra vacía por tercera ocasión en el semestre.

Mientras tanto, las cámaras de seguridad no paran de registrar silenciosamente imágenes de los hechos, como si un director de cine fuera a realizar una película de terror sin actores contratados.

De su adolescencia, Irene recordaba haber soñado con amores valientes que tomaban riesgos de intensidad en sus relaciones, aunque no se manifestaron en su vida real. En aquel entonces, Irene leía a escondidas las fotonovelas presentes en las revistas de la cohorte femenina que componía su matriarcado familiar: madre, abuela, tía y una sobrina cuya edad alcanzaba una generación más que la suya. Disfrutaba de la intriga melodramática intrínseca, la traición como detonante o desenlace, la venganza u otra de la serie de pasiones bajas que atormentan a un personaje.

Cuando conoció a Felipe deseó que su interés por ella no fuera para comunicar a su familia y amigos que tenía novia. Ella empezó a imprimir las fotos de los momentos compartidos y a juntarlas en un álbum vintage a las que agregaba diálogos imaginarios adentro de llamadas dibujadas con plumón negro indeleble. Ese álbum era su fotonovela personal en la que, según la secuencia conformada, Felipe encarnaba el príncipe azul, el galán extranjero que seducía Irene en la playa, el amigo entrañable dispuesto a irse a todas las fiestas con ella. En apariencia, Felipe era la pareja ideal, pero en realidad, el estudiante era únicamente un joven incapaz de formalizar un compromiso por sus lazos de dependencia irrompible con su tribu. Irene lo entendió al cabo de varios años; rompió las fotos, las historias vinculadas y sus sueños. Se instaló un periodo un tanto largo de desengaño que Irene procesó a fuerza de nuevos sueños.

Un día entre las primeras lluvias de la temporada, Andrés esperaba la ruta junto a Irene. Al empezar a caer las gotas tupidas, Andrés abrió su paraguas acercándose a pasos discretos, casi deslizándose, hacia ella. La lluvia se detuvo, regresaron los rayos del sol. Ninguno de los dos recuerda muy bien porque se les olvidó abordar el transporte. ¿Acaso es un dato importante? Andrés sacó una foto, la primera de muchas más que iban a seguir bajo el título de “amor bajo la lluvia”. En todas, se podía apreciar un rubor natural que ilumina el rostro de Irene mejor que el maquillaje.

Nota: Los sucesos y personajes retratados en esta historia son ficticios. Cualquier parecido con personas vivas o muertas, o con hechos actuales, del pasado o del futuro es coincidencia, o tal vez no tanto. Lo único cierto es que no existe manera de saberlo y que además no tiene la menor importancia. Creer o no creer es responsabilidad de los lectores.

*Escritora, guionista y académica de la UAEM