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Una conversación con Noé Jitrik

Raúl Silva de la Mora

«Me siento liviano en el ensayo,

alegre en el poema

y pesado en el relato»

Noé Jitrik

A Noé Jitrik lo sorprendió la muerte en plena acción. Tenía 93 años y en septiembre de 2022 viajó a Pereira, una ciudad colombiana, donde ofrecería varias conferencias y haría la presentación de la última de sus novelas, La vuelta incompleta, pero un accidente cardiovascular lo llevó al hospital, donde el 6 de octubre murió. Su obra literaria es vasta e incluye novelas, cuentos, crónicas, poesías, ensayos y un sin fin de reseñas de libros. La crítica literaria fue uno de sus territorios más presentes. Vivió en Francia entre 1967 y 1970. A México llegó en 1974, para una estancia de 4 meses que se prolongó durante casi catorce años. Sus reflexiones sobre el acto de leer y sus recuerdos de lo que vivió en México y lo que México le dio son parte de esta entrevista, un fragmento de varias conversaciones que en los tiempos más intensos de la pandemia sostuvimos entre Buenos Aires y Cuernavaca.

  • En su libro La lectura como actividad, usted escribió: «Me encerré durante los días de Semana Santa de 1949 y leí las obras completas de Dostoievski de un tirón, salí enfermo y curado al mismo tiempo» ¿Qué fue lo que lo enfermó?

Me enfermó el encierro, porque estaba prácticamente en una especie de celda, como si fuera un condenado. Sucedió en la ciudad de Buenos Aires, en una pequeña habitación de la casa familiar, donde vivía con mi madre y con mi hermana. Mi madre no entendía muy bien qué estaba haciendo ahí, a cada rato me llamaba y quería averiguar, pero yo seguía impertérrito, leyendo, y creo haber leído buena parte de la obra de Dostoievski. De hecho, todo lo que entiendo de Dostoievski viene de esa ocasión. Después lo volví a leer parcialmente, pero Crimen y castigo, Los hermanos Kamarazov, Humillados y ofendidos, Recuerdos de la casa de los muertos, El jugador me los leí en esa ocasión. En ese entonces yo ya iba a la facultad y durante las vacaciones mis compañeros se iban a sus pueblos, a sus ciudades, y yo no sabía muy bien qué hacer. Le pedí consejo a un amigo mío muy cercano, que venía de una experiencia jesuita, y él me recomendó un libro de un antiguo jesuita, pero cuando fui a la biblioteca y lo consulté me liquidó, me aburrió profundamente y pensé que con eso no iría a ninguna parte. De manera que fue el azar lo que me llevó a Dostoievski y me llevé a casa los tres tomos de sus obras completas, en esa maravillosa edición de Aguilar y ahí empezó el vértigo de esa fiesta demoníaca.

  • ¿Y eso lo curó?

Me curó el sentir que había aprendido algo muy importante, y eso es justamente lo que exige la lectura, lo que pide la lectura. Es decir, uno da por sentado de que la lectura es algo que se sabe hacer, que es simplemente tomar algo entre las manos, fijar la mirada, recorrer las líneas y que es fácil, pero si uno piensa que es algo más y que requiere de la confluencia de muchas fuerzas, pues entonces eso no se comprende muy rápidamente. Se pasa por una experiencia que se podría llamar de aprendizaje pero que es muy radical. En mi caso creo que lo comprendí plenamente durante esa Semana Santa de 1949.

  • La lectura es un acto de resistencia, un gesto de vida que reproduce vida, y eso está en la esencia de La lectura como actividad.

La lectura es una experiencia total, porque el que lee se juega por entero en la lectura. Es un acto, un gesto, que por lo pronto supone aislamiento, lo cual es una decisión y es un sacrificio, porque cuando uno se aísla se pierde de muchas cosas que ocurren a su alrededor. Luego, porque al introducirse en eso «otro» que es el texto uno penetra en zonas desconocidas, de manera que no se sabe lo que como lectores nos puede pasar. Porque al más superficial de ellos, al más inadvertido e ingenuo también le ocurren cosas después de haber leído, no puede quedar indemne. Entonces eso es lo que recorren las páginas de La lectura como actividad y me parece que lo hace un libro vigente todavía, es decir hace que no sea insignificante y que no sea simplemente una exaltación culturalista de la lectura. Culturalista, digo, institucional o de política de estado: hay que fomentar la lectura, hay que favorecer la lectura porque la lectura educa… todo eso está muy bien, pero no es lo esencial, lo esencial es esa idea de una experiencia radical.

  • Usted llegó a México en 1974, invitado por el Colegio de México para una estancia de 4 meses, que luego se prolongó durante 14 años. ¿Cómo valora esa experiencia?

Bueno, en realidad no pensaba quedarme, pero la gente del Colegio consideró que la situación en la Argentina se estaba deteriorando y que convenía retenerme. La decisión fue del Colegio, pero la acepté porque realmente volver en esas condiciones a una Argentina donde ya nosotros habíamos sido objeto de persecución, velada en un principio, pero eficaz en sus mecanismos, hubiera sido una imprudencia. Mi relación con México comenzó de una manera casi diría turística, un contacto con el entorno a través de la curiosidad, visitando lugares, viviendo la experiencia gastronómica, el encuentro con nuevos amigos. Pero al quedarme la cosa cambió y tuve que ingresar a todo lo que podría sintetizarse en la palabra México. Empecé a leer más literatura mexicana, a mirar ciertos fenómenos de esta realidad ya con un interés de comprensión que antes no había tenido y que ahora lo veía como un enriquecimiento. Entonces comencé a aprender muchas cosas que ampliaron mi horizonte intelectual y sobre todo mi horizonte vital. Es ahí cuando me hago de amistades, de manera que en este momento mis amigos mexicanos son cuantitativa o cualitativamente, igual o más que mis amigos argentinos y mi relación, mi interés por ese país es el de alguien que lo compartió, que lo vivió y que se siente parte de eso. Lo que pasa en México es algo que me concierne, no es simplemente algo que sucedió alguna vez y que desapareció. Está presente a diario. El hecho de que tuviera esa actitud hizo, indirectamente, que yo participara en muchas más reuniones, en congresos, en espacios culturales. Yo figuro en antologías o en historias de la literatura mexicana.

  • Y en términos generales ¿qué le dio a su literatura esa vivencia mexicana?

Es algo que me pregunto siempre. No me dio el campo referencial, es decir no empecé a escribir a la manera de Rulfo, con localismos. Siempre fui enemigo de eso que, en mi caso, me parecía un falseamiento. Lo que me dio fue una necesidad de concisión, de manifestación y ocultamiento al mismo tiempo. Creo que eso es un poco bastante característico del lenguaje mexicano, uno nunca comprende de entrada lo que le están queriendo decir. Por eso yo definía a México como un país esencialmente hermenéutico, donde hay que ir un poco más allá de lo que es el habla corriente. Mire, por alguna razón existe el albur. Ese es un ejemplo muy claro de lo que aprendí. No hago albures ni nada por el estilo, no me he hecho experto en ningún juego del lenguaje específico, pero sí creo que me ha llevado a manejar de otro modo la relación entre la subjetividad y la objetividad. Cuando trato de exponer algo lo quiero hacer de una manera que yo no desaparezca en eso y me parece que antes no lo entendía así.

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