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1957: Herlindo Camacho Hermosa alias «Lindo Hermoso», salió de una fiesta porque se iba a su casa. Montó el caballo. Había bebido demasiado, tal era su costumbre. Lo acompañaba otro de a caballo, su estimado compadre Refugio Domínguez Romero, «Cuco, El Tren».

—Compadre, me urge echar una firma —dijo Herlindo al pasar por la cantina “Club Azul”, a un costado de la terminal de la Flecha Roja.

—Qué firma ni qué ocho cuartos, ahí te vas a atorar, mejor vete pa’tu casa.

Herlindo no hizo caso. “Cuco” siguió su camino.

Tambaleante, Herlindo amarraba el caballo al poste telefónico cuando por la espalda lo tasajean once veces con navaja de panadero. El agresor no culminó su acometida porque “Cuco”, al escuchar el griterío, regresó a echarle encima el caballo al agresor y a fajos, lo hizo correr.

Chorreando sangre, colgando de los hombros de su compadre, a rastras, recorrieron cuatro cuadras hasta el hospital donde sin anestesia, por el mucho alcohol que había ingerido, le curaron y suturaron las heridas. Libró la muerte. Tuvo la suerte de recibir tasajos horizontales horrorosos, pero no mortales; si le hubieran hendido puñal o daga, no hubiera sobrevivido a profundos y rectos piquetes.

—Me salvé porque tengo sangre universal —aseguró.

1958: —Si te niegas a ser mía, me encargaré de que tampoco seas del charro chanquique monta perros —sentenció meses después el despechado panadero; este, en el segundo intento, saciaría su sed de venganza esgrimiendo un arma más efectiva.

—Mídeles el agua a los camotes —le previno a Herlindo la que ya era de él.

Éste, en lugar de amedrentarse, se engalló más.

—Cuando quiera y donde diga, le demostraré que soy charro hecho y derecho —retó engallado.

Un día, llegada la hora de las “tres de regla”, Herlindo y Lupe Ávila, otro compadre, decidieron ir a la céntrica y concurrida cantina «El Jagüey»; ordenaron la primera parados en la barra. Por el gran espejo colgado en la pared Herlindo vio que, pistola en mano, asomó el panadero. A la entrada del antro quedó sellado el destino de los contendientes. El panadero cayó fulminado. El charro se fue de malas.

Herlindo regresó al pueblo después que su familia, alegando legítima defensa, aceitó el proceso judicial para quedar libre.

Libró la cárcel, pero no pudo esquivar la pesada sombra del difunto; ésta inició su implacable persecución. Al principio Herlindo evadía la sombra ingiriendo alcohol, pero por más que bebía, la inmisericorde sombra lo atormentaba sin darle tregua, hasta hundirlo en el delirio, locura más aguda en la noche, mejor dicho, toda la noche, mejor dicho, muchas noches.

—Jesusita, Jesusita, manita, ahí vienen, dame la pistola, me quieren matar —clamaba angustiado a media calle en la densa oscuridad y corría despavorido.

—Éntrenle, uno por uno, no sean montoneros. Ay, ay, ay, quítenmelos, ayúdenme, me quieren matar —gritaba aterrado, corriendo desbocado, sin que nadie saliera en su auxilio, porque se corría el riesgo de ser confundido con la encarnación de sus delirantes enemigos.

Pasaba días y semanas sin comer y sin dormir y sin callar; a ratos hablaba quedo, nomás para él y su imaginación, otras veces subía el volumen para que lo oyera todo mundo. Hasta que su exhausto cuerpo —huesos con pellejos— y su ronca garganta se apagaban y evacuaba negruzcos cuajarones de sangre universal por la boca y por atrás. Era entonces cuando su familia, con argucias, lograba subirlo a un coche y llevarlo a curar.

Recuperado, hizo mandas y promesas. Continuó en la charrería. En sus periodos de sobriedad llenó decenas de vagones de ferrocarril con melones calidad exportación, compró un tractor y llenó varios camiones de volteo con piedra china del Texcal y la donó, para construir el Lienzo Charro; también cooperaba vistiéndose de torero en las “Charlotadas” que tenían el mismo noble fin.

1959: A las dos de la tarde sonó la chicharra de la primaria “10 de Abril”. Entre gritos de algarabía cogí mis útiles y pegué la carrera rumbo a casa, a una cuadra de distancia. Llevaba una urgencia intestinal. Al doblar la esquina, frené de sopetón para no chocar con el compacto grupo formado por doña “Chabela”, su esposo Nicandro, su hijo «La Pijilla” y el nieto “El Chicharrín. Miraban hacia la casa de mi abuela. Algo terrible debía pasar ahí; en la puerta, un enjambre de vecinos, curiosos, se arremolinaban alborotados. Caminando, me abrí paso entre los corrillos que cuchicheaban con ojos despavoridos. Mi abuela María Hermosa yacía desmayada en la mecedora y dos señoras, una a cada lado, le echaban aire con sus mandiles, otra le daba friegas en la nuca y una más le pasaba por la nariz un algodón empapado en alcohol. Segundos antes la enteraron que, a su hijo Herlindo Camacho Hermosa le había explotado una carga de dinamita. Herlindo, con el cuerpo destrozado, moribundo, yacía en el hospital civil. Lo trasladarían a Cuernavaca.

Olvidando el apuro intestinal, emprendí la carrera rumbo al hospital; llegué justo a tiempo cuando vendado de pies a cabeza, literalmente como una momia, lo subían a la ambulancia.

En el quirófano del Hospital Civil de Cuernavaca por largas horas los médicos le extrajeron infinidad de minúsculas piedras chinas del Texcal. Todo el frente de su cuerpo, de pies a cabeza, quedó cubierto de suturas. Solo perdió el ojo izquierdo. Tuvo la suerte de que, al explotar la dinamita, las piedras de regular tamaño volaron en forma vertical hacia arriba; su cuerpo solo se topó con la metralla de piedras pequeñas esparcidas en forma horizontal.

—Me salvé porque tengo sangre universal —recalcó.

En lugar de que Herlindo se preocupara porque la muerte viniera por él, la preocupada era la muerte, por no podérselo llevar.

1965: El 4 de mayo, en el jaripeo en honor de la Santa Cruz, no se aguantó las ganas y volvió a tomar. Otra vez le brotó lo valiente. Jugaban el toro más sanguinario del momento y nadie le salía al quite. A caballo, cual diestro rejoneador, con su sarape de Saltillo tentó al animal para que lo persiguiera por el ruedo; después, imprudente, desoyendo la advertencia de su compadre “Cuco”, se apeó para torearlo y sí, le sacó dos muletazos, pero ese no era toro de lidia hecho para embestir la capa, sino mañoso, sucio y lo ensartó de abajo del sobaco derecho, saliendo la punta del filoso cuerno por la parte exterior del brazo; inconsciente, colgado y zarandeado como muñeco de trapo anduvo Herlindo por eternos segundos, hasta que sus colegas charros inmovilizaron a la bestia.

Enyesado y sobrio anduvo un tiempo hasta que ingresó a la cantina de Rosalío Mena, en la calle Altamirano. De ahí salió prendido, arrancándose el yeso.

—Tengo sangre universal —gritaba. Y no hubo poder humano que lo detuviera.

Con la herida semiabierta no permitía que lo curaran. Solo consentía que “La Osa”, su fiel mascota, le lamiera el destrozado brazo. Sorprendentemente la lesión sanó. Por propia voluntad cortó la racha alcohólica. Con los dedos engarruñados y la mano inútil, aprendió a utilizar la izquierda, incluso a escribir.

Transcurridos unos meses volvió a empinar el codo y como si el alcohol fuera milagroso, los dedos de la derecha volvieron a su lugar, recuperando su elasticidad.

—Es que tengo sangre universal —insistía.

Un dibujo de un hombre con un caballo

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Foto: Cortesía del autor