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Por Elsa SanLara*

—¡Ahí está, es ella! —, exclamó una de ellas señalándome.

Desvié mi mirada y seguí caminando sin detenerme, como si el torbellino que se avecinaba no tuviera nada que ver conmigo. Mi destino era mi habitación en la villa femenina del Comité Olímpico Mexicano (COM), donde llevaba meses viviendo como parte del equipo nacional de Taekwondo.

—¡Espera, niña! —, gritó una de ellas mientras apretaban el paso para alcanzarme.

—Tú eres la «noviecita» de Jesús, ¿verdad? —, preguntó la otra con curiosidad.

Las dos chicas que me perseguían eran destacadas competidoras del equipo cubano de Judo, medallistas panamericanas y mundiales. Eran mujeres imponentes, una cabeza y media más altas que yo, y con al menos treinta kilos extra de pura masa muscular.

—Virgencita, ayúdame—, pensé desesperadamente.

Estaba convencida de que una de ellas era la novia de tal Jesús, un cubano a quien había conocido hacía un mes y con quien había compartido algunas cenas en el comedor del COM. Su cuerpo de semidiós griego me alegraba la pupila mientras lo veía entrenar. Era un espectáculo visual único, muy distinto a lo que estaba acostumbrada en mi pequeño pueblo al sur de Morelos.

—Jesús solo era mi amigo —, grité sin disminuir mi paso. —Tengo un novio en Jojutla —, mentí, convencida de que una de ellas era su novia y venían a confrontarme por celos infundados.

—Pues lo mandaste «enamoraíto» para Cuba —, dijeron riendo mientras me rodeaban con un brazo cada una. Intenté liberarme de sus brazos y confrontar la situación.

—¿Alguna de ustedes es su novia? —, pregunté con ansiedad.

—No, niña, olvídate de eso, él es solo nuestro amigo —, respondió la más alta, mientras un suspiro de alivio escapaba de mis labios.

A partir de ese día, esas chicas y yo compartimos desayunos, risas y lágrimas. Me enriquecí con sus historias de vida bajo el régimen de Castro, y aunque intentaron enseñarme a bailar salsa sin mucho éxito, su amistad se convirtió en un tesoro invaluable.

Eran mujeres imponentes, de tez mestiza, altas, gordas y sin embargo fuertes y atléticas.

Lo que más me sorprendía de ellas, era que poseían una autoestima asombrosa, confiaban plenamente en sí mismas, en sus cuerpos y en su belleza. No les importaba caminar desnudas sin pudor por las duchas comunitarias, ni llevar el uniforme de judo abierto, dejando ver su brasier deportivo y sus lonjas, grandes y macizas, después de cada entrenamiento.

Era común verlas bailar de manera desinhibida y sensual al ritmo de salsa, guaguancó y otros ritmos afrocubanos en las salas de la villa femenina.

En contraste, yo había cargado con la carga de la gordura durante toda mi vida y sentía una vergüenza abrumadora por mi cuerpo. No podía siquiera imaginar bañarme en una de las duchas que no tenían cortina y siempre salía de la ducha envuelta en una toalla de playa XL. Aunque mi cuerpo se ajustaba más, que el de ellas, a estándares normativos, yo despreciaba mi cuerpo por completo, a diferencia de esas mujeres.

No fue hasta muchos años después que entendí su autoestima.

La autoimagen se forma en una etapa temprana y se ve principalmente influenciada por nuestro entorno. En Cuba, al ser un país comunista, no están expuestos a la publicidad de grandes marcas ni a las portadas de revistas retocadas con Photoshop. Los cubanos no son afectados por los medios que constantemente nos venden productos milagrosos para adelgazar. Sus prioridades difieren de las del resto del mundo.

Su autoimagen se forma en sus hogares, gracias a sus familias y madres que crecieron libres de la presión mediática por la perfección. Aunque en México estamos avanzando poco a poco, aún nos queda mucho por hacer. La retirada del mercado del medicamento Redotex por parte de la Cofepris hace unas semanas marcó un hito significativo. Durante más de veinte años, se utilizó legalmente como una supuesta solución para perder peso, pero ocultaba un peligro mortal. Representaba una amenaza para la salud y la vida de quienes lo consumían.

Las principales consumidoras éramos mujeres como yo, a quienes desde pequeñas nos enseñaron que debíamos ser delgadas y perfectas para ser consideradas bellas y valiosas. Nos inculcaron la idea de que estar saludable y fuerte no era suficiente. Necesitábamos ser delgadas para sentirnos dignas de mostrar nuestro cuerpo en una playa en bikini o usar prendas ajustadas. Mostrar piel cuando eras gorda está mal visto. Incomoda a la sociedad.

Para alcanzar esa delgadez, estábamos dispuestas a tomar cualquier píldora mágica y arriesgar nuestra vida con tal de encajar en los cánones de belleza impuestos por la industria. Vivimos en un mundo que se aprovecha de las inseguridades de las mujeres, enriqueciéndose a costa de nuestra autoestima. Si tan solo aprendiéramos a amar nuestros cuerpos tal como son y si nos enseñaran en nuestros hogares a aceptar nuestra corporalidad, muchas de estas compañías colapsarían y perderían su poder sobre nosotras.

La eliminación del Redotex representa una importante victoria, evitando más muertes y efectos secundarios a largo plazo. Sin embargo, la lucha contra la gordofobia y la presión social por encajar en estándares de belleza inalcanzables sigue siendo un camino largo y difícil. Sigamos desafiando los estereotipos y construyendo un mundo donde las mujeres seamos valoradas por nuestra esencia, no por nuestra apariencia. No más mártires de medicamentos milagro, no más mártires de la gordofobia.

*Licenciada en Administración de Empresas, ex atleta de elite, y mi verdadera pasión es contar historias (lo que se conoce vulgarmente como «echar chal») Instagram @curvyzilla

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