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A / Oropeo

Alguna vez –cursaba yo cuarto de primaria- mi padre fue a unas minas que administraba el despacho donde él trabajaba como contador. La oficina estaba en México, a dos cuadras de la Alameda, en la calle de López. Las minas se hallaban en Michoacán, en Oropeo, un caserío que según Google actualmente tiene 176 habitantes.

El automóvil se quedó en Morelia. Dormimos en el Virrey de Mendoza, que tenía en el descanso de la escalera una armadura. Yo me sentía en una fortaleza medieval –sigo gozando ese hotel.

El día siguiente, tras unas tres horas de terracería, llegamos a nuestro destino en un camión de redilas que llevaba sandías y cruzó sin problemas los arroyos que nos encontramos. Dos o tres días habremos estado allí. Bajamos a una de las minas una vez y pasé un muy buen tiempo tirando con un rifle de municiones que era de unos chamacos que vivían allí.

Una colección de latas de cerveza, botellas, cajitas de cartón servían de blancos… Y casi siempre atinábamos. Éramos buenos. Más que todos, dos morenitas lindas y flacuchas, hijas de otro contador. Vivían en Pátzcuaro y se llamaban Vero y Raquel. Nos aventajaron a todos porque tenían práctica, y empezaron a insistir en que los blancos fueran más chicos.

Nos alejamos otros dos pasos y pasamos a tirarles a las cartas de una baraja, cajas de cerillos, corcholatas. Me llegó el turno: alcé el rifle, cerré el ojo izquierdo, apunté contra un pequeño Batman de plástico que estaba en la punta de una estaca y apreté el gatillo.

El Batman no se movió, pero hubo un coro de voces y palmadas. A mitad de camino entre el poste y el fusil yacía entre la hierba un petirrojo. La trayectoria de su vuelo se había encontrado con la de la munición que yo había disparado. No me dio gusto. Tuve que aguantarme para no llorar.

B/ Europa

A mi regreso confundí los nombres y conté por todos lados –la escuela, los vecinos, los parientes, una carta a la abuela que vivía en Torreón– que había estado en Europa. Los Montalvo y las Orvañanos y Carlos Tello y Checo me felicitaron y, mentalmente, tomaron nota de cada una de mis palabras. Las De la Mora y la Nena, que me querían bien y vivían del otro lado del Parque de la Bola, dijeron que ellas ya habían estado allá, pero que no se acordaban de la mina ni se habían subido nunca a un camión de redilas ni recordaban los arroyos que habíamos cruzado ni los zopilotes que volaban en círculos sobre nuestras cabezas, sin mover las alas, en un deslumbrante cielo de azul donde no había una nube.

El señor Ruano, mi maestro de cuarto, me pasó a la tarima, me pidió que le contara al grupo cómo habíamos bajado a la mina en Europa, y luego nos pidió que sacáramos el libro de Ciencias Naturales, lo abriéramos en la página 14, y en nuestro cuaderno copiáramos los textos del Tema uno, Bloque uno. “Allí en ese párrafo que comienza con ‘En la mujer el sistema sexual…’ –nos pidió—“allí donde dice ‘tubas uterinas’ ustedes táchenlo y pongan ‘trompas de Falopio’, que es más elegante.”

Mis compañeros y yo nos concentramos en la tarea. Así que, mientras nosotros escribíamos “En la mujer el sistema sexual está conformado por los ovarios, las tubas uterinas, las trompas de Falopio, el útero o matriz (órgano hueco parecido a una bolsa), la vagina (que comunica la vulva con el útero) y la vulva, integrada por el clítoris, los labios menores y los labios…” el señor Ruano, mi maestro de cuarto, extendió el Esto y en voz baja comenzó a leerlo con fruición.

*Doctor honoris causa por El Colegio de Morelos. Catedrático en la UNAM. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.