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Los últimos días han llegado como un vendaval que arrasa con más de lo que el corazón está dispuesto a negociar. Casi nunca estamos totalmente conscientes de lo que vivimos, pues nuestra cabeza no da para tanto. Sabemos que fue un buen día cuando llegamos a la cama y dormimos de golpe con una sonrisa tonta en el rostro, pero en el momento no lo sabemos. No sabemos que quizá esa persona que abrazamos ese día, no la veremos más, o que se volverá nuestra o nuestro amante, o que lo que dijimos sin mesura pudo herir a alguien, o que ese día vivimos el mejor de nuestras vidas, no lo sabemos, nos damos cuenta después. Si es que recae sobre nosotros el milagro de la conciencia.

Los últimos días pisé Lisboa y me encontré con Diana, una amiga española que conocí un año atrás. Recuerdo perfectamente el día que empezamos a hablar. Estaba descansando sobre una silla al lado de la piscina y leía tranquilamente Novela de Ajedrez de Stefan Zweig, al bajar el libro ella me comentó: joder ese es un gran libro (ella leía en ese momento otro de el mismo autor) no recuerdo el nombre por ahora, y desde ahí entablamos una bonita amistad. La lectura me ha dado tanto. En ese momento me presentó a Diana, y estaré por siempre agradecido son Zweig por introducirnos.

Quedamos de reunirnos ese día, fuimos a una taberna medieval en las orillas del centro, justo al este del Arco de Rua Augusta, pedimos una tabla de quesos, y un par de cervezas, nos pusimos al día, ella me decía que pensaba que quizá ya era hora de dejar esta vida viajera, que quizá volvería a vivir a Cádiz donde vivió un par de años, que en realidad no sabía qué hacer, la interrumpí y le dije y ¿Quién si Diana? literal, en mi vida nunca he conocido una persona que sepa qué hacer perfectamente de su vida. La mayoría queremos cosas, o creemos que las queremos, luego las obtenemos, unas veces nos satisface y otras nos decepciona, y así vamos por la viva de tumbo en tumbos, con algunos rasguños y algunas victorias. No creo que haya un plan – a veces no hace falta saber – Vivimos cómo podemos, mientras nos quitamos lo adormecido de los párpados.

Como me gustaría que por una vez alguien aceptara eso, o que nuestros papás nos dijeran cuándo estamos creciendo lo confundidos que ellos mismos están. Ser sinceros por una vez.

Para mí esa tabla de quesos y su cabello a la luz de las velas era un regalo, que el futuro nos pase después factura, hoy estamos felices. Ver a un amigo es un regalo, siempre. Ese mismo día decidí que quería pasar año nuevo en Los Ángeles, me lo había propuesto una amiga, y dije por qué no, casi nunca voy a Estados Unidos, será lindo, ya veremos qué fortuna nos pinta esa hoguera de cuenta regresiva en Diciembre.

Unos días después aterricé en Alicante y después de una caminata al castillo de Santa Bárbara, me fui a bañar al mar, dejando que el mismo me tuviera a su merced, no resistir también es una forma de pelear, de dejar que tu piel se ensanche, recibir el golpe es también estirar el músculo, es Homero Simpson contra Tatum en el ring. (ojalá todos tengamos a un Moe que nos eleve en el aire) Otra vez, un amigo que nos salve.

Al llegar al mi casa sobre el mar miré La Maravillosa Historia de Henry Sugar de Wes Anderson, que hace foco en el hombre del título, un millonario de esos que viven obsesionados con generar más y más dinero trabajando lo menos posible. Y su vida probablemente hubiera sido todo menos trascendental de no haber conocido la leyenda de Imdad Khan (Ben Kingsley), quien era capaz de ver sin usar sus ojos. Ver sin ojos requiere un entrenamiento especial, casi tres años, dedicando horas y horas al día intentando concentrarte en un sólo pensamiento, suena fácil pero justamente es el ejercicio de la conciencia, de poder ser conscientes de lo que vivimos en el momento que vivimos, ver sin ojos es saber que Diana es un regalo, que bañarte en Alicante no sucede todos los días, que extrañas a tu papá en su cumpleaños, que no tienes idea de qué hacer de tu vida, y que está bien gritarlo fuerte porque probablemente todo el mundo esté igual que tú, que no hace mucha falta para reconocer a un amigo, a pesar del tiempo o la distancia.

A veces llegamos a la cama y nos sentimos cansados, otras veces dormimos con una sonrisa tonta. Todo eso tiene un porque, basta con mirar adentro, y dejar que nos meza el mar de lo que somos.