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El protagonista de la obra maestra de Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel, es una mezcla entre Tom Hanks en “Náufrago” y el obsesivo Juan Pablo Castel de El túnel, un hombre que descubre cierta isla habitada por proyecciones con forma de humanos que deambulan repitiendo su última semana. El recién llegado no comprende lo que ocurre en ese lugar donde mandan las mareas lunares y las meteorológicas cuya energía permite accionar una compleja maquinaria que proyecta a esos “fantasmas artificiales”. Enamorado de uno, de la imagen de Faustine, joven mujer con pañuelos bohemios, con aire de gitana que mira el atardecer todos los días, el fugitivo trata de llamar su atención plantándole un pequeño jardín, siguiéndola, exigiéndole una palabra sin comprender que la respuesta es imposible, pues ese invento de la inmortalidad que desafía el olvido cumple cabalmente el sueño oscuro de Morel, el autor material e intelectual de algo similar a lo que hoy conocemos como Metaverso, posrealidad o inteligencia artificial.

Bien lo dice el escritor argentino: “Y algún día habrá un aparato más complejo. La vida será, pues, un depósito de la muerte. Pero aún entonces la imagen no estará viva; objetos esencialmente nuevos no existirán para ella”, y sí, sólo lo que se puede decodificar puede ser reinventado, recombinado con otros códigos gracias a la programación de un sistema. Es decir, todo aquello que existe afuera del afuera aún no puede imaginarse más allá de los modelos anteriores a la huella digital de un pensamiento, un sentimiento escrito o las fotos que publicamos en nuestras redes sociales.

Para escapar de ese embrujo, el protagonista prófugo de La invención de Morel tendría que salir de esa isla donde, al parecer, las imágenes de las mismas personas, repitiendo acciones, son eternas. Ocurre igual con nosotros, solamente desconectándonos de todas las plataformas digitales, renunciando al celular, apagando las máquinas y sus pantallas que nos fabrican una existencia cada vez más importante, podemos escapar de la hipervigilancia del gran hermano llamado algoritmo que predice, que nos “adivina” el pensamiento convirtiéndose en la idea de dios. En la novela de Bioy Casares eso no parece imposible. En la vida que hoy llevamos, la peor desgracia es quedarte sin teléfono móvil: “¡Ahí tenía toda mi información, mis fotos, mis contactos, todo!”, hemos escuchado decir a quienes son asaltados o pierden su celular. De inmediato sentimos miedo e incluso la misma impotencia, la vulnerabilidad haber sido regalados para la fiesta de un dispositivo y no al revés, como bien señala Julio Cortázar, en “Instrucciones para dar cuerda a un reloj”. Ciertamente, somos nosotros los corderos de las jaurías tecnológicas que se reproducen gracias a la generación espontánea de las mareas subjetivas de esta época, no de los hechos, sino de la interpretación de la realidad. Toda una peste, una pandemia de datos que infectan nuestro contacto con el verdadero self que hemos perdido. Somos y estamos aquí, en el ahora, en tanto publiquemos en Instagram. Quien esté libre de pecado…

Por lo anterior, regresar a La invención de Morel me causó asombro. Si bien es cierto que Borges dijo: “He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído, no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta”, no es esa opinión lo que más vale. El contenido filosófico de la historia de una soledad en compañía es el centro a donde debe apuntar la alabarda de nuestra comprensión. Subrayo el poder de las mareas sin el que nada puede proyectarse en ese universo tropical con flores y espectros. Hablo del poder del azar, no sólo de los caprichos de la luna, que hace crecer una corriente hasta que la imagen proyectada de una mujer en busca del hechizo de la tarde embruja a otro muerto de miedo a perder su libertad y ávido de un acto piadoso: “Hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine” porque no, todavía no, la inteligencia artificial llega tan lejos.

*Escritora

 

Una niña con un libro en la mano

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