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Margaret Atwood*

Las mortificaciones nunca terminan. Siempre hay alguna que no hayamos experimentado nunca a la vuelta de la esquina. Como lo podría haber dicho Scarlett O’Hara, “Mañana nos espera otra mortificación”. Tales expectativas nos dan esperanza: Dios no ha acabado aún con nosotros, porque estas cosas han sido enviadas para ponernos a prueba. Nunca he estado del todo segura de qué significa eso. ¿Estaremos vivos, siempre que sigamos ruborizándonos? Algo por el estilo.

Mientras espero las mortificaciones aún por venir, cuando use una dentadura postiza y esta salga volando de mi boca en alguna presentación augusta en público o me caiga del podio o vomite encima del presentador, les contaré de tres mortificaciones de mi pasado.

Hace mucho, mucho tiempo, cuando tenía apenas veintinueve años y acababa de publicar mi primera novela, vivía en Edmonton, Alberta, Canadá. Era 1969. El movimiento feminista había comenzado en la ciudad de Nueva York, pero aún no había llegado a Edmonton, Alberta. Era noviembre. Hacía un frío de helarse. Me estaba helando y andaba por ahí con un abrigo de pieles de segunda mano (de ratón almizclero, creo) que había comprado en el Ejército de Salvación por 25 dólares. También tenía un gorro de piel que había hecho con un shruggie de piel de conejo (que era una especie de chal), al cual le quité las mangas y le cosí las sisas.

Mi editor había organizado la primera firma de libros de mi vida. Estaba muy emocionada. Una vez que me despojara del ratón almizclero y del conejo, allí estaría, dentro de la tienda departamental de la Hudson’s Bay Company, donde hacía un calor acogedor (lo cual era emocionante de por sí) con filas de lectores entusiastas y sonrientes que esperaban comprar mi libro y pedirme que les garabateara algo en él.

La mesa para la firma de autógrafos estaba en el departamento de calcetines y ropa interior para hombres. No entiendo a quién se le había ocurrido semejante idea. Ahí estaba yo, sentada, a la hora del almuerzo, prodigando sonrisas, rodeada de pilas de una novela llamada La mujer comestible. Hombres con abrigos y fundas impermeables para zapatos y botas de goma y bufandas y orejeras pasaban por mi mesa, con la intención de comprar unos bóxers. Me miraban y después miraban el título de mi novela. Se desató un pánico discreto. Se escuchó el sonido de una estampida sorda de docenas de fundas impermeables y botas de goma que se arrastraban con rapidez en la dirección opuesta.

Vendí dos ejemplares.

Para este momento, había conseguido una o dos cucharadas de mala reputación, suficiente como para que la editorial que publicaba mis libros en Estados Unidos me consiguiera una presentación en un programa de entrevistas televisivo. Era un programa vespertino, lo cual en esos días (¿podría haber sido a finales de la década de 1970?) significaba variedades. Era el tipo de programa en el que tocaban música pop antes de que atravesaras una cortina de cuentas, llevando un koala entrenado o un arreglo floral japonés o un libro.

Esperaba detrás de la cortina de cuentas. Había un acto antes de mi presentación. Era un grupo de la Asociación de Colostomía que hablaba acerca de sus colostomías y explicaba cómo usar la bolsa de colostomía.

Sabía que estaba condenada. Ningún libro podría jamás ser tan fascinante. W. C. Fields juró que nunca compartiría el escenario con un niño o un perro; a eso le puedo agregar “nunca te presentes después de la Asociación de Colostomía”. (O cualquier otra cosa que tenga que ver con artículos fisiológicos aterradores, como la técnica para limpiar manchas de vino de Oporto que una vez me antecedió en Australia.) El problema es que pierdes cualquier interés en tu persona y tu supuesto “trabajo” (“¿Cómo dijo que se llamaba? ¿Podría describir en un par de oraciones la trama de su libro?”), tan inmerso estás imaginando las espantosas complejidades de… bueno, hay cosas que es mejor olvidar.

Hace poco estuve en un programa de televisión en México. Para este momento, ya era famosa, en la medida en que los escritores lo son, aunque quizás no era tan famosa en México como en otros lugares. Era el tipo de programa en que te maquillan y tenía pestañas que sobresalían como pequeños estantes negros.

El entrevistador era un hombre sumamente inteligente. Había estudiado en Toronto y resultó que había vivido a unas pocas cuadras de mi casa, cuando yo había estado en otra parte, mortificada durante mi primera firma de libros en Edmonton. La entrevista transcurrió sin problemas, discutimos acerca de los asuntos mundiales y cosas por el estilo, hasta que me lanzó la pregunta “F”: ¿se considera feminista? Le regresé la pelota sobre la red (“Las mujeres son seres humanos, ¿no le parece?”), pero entonces me atacó por la espalda. Fue culpa de las pestañas: eran tan gruesas que no vi venir el ataque.

“¿Se considera femenina?”, dijo.

Las mujeres canadienses de edad mediana se comportan de manera bastante extraña cuando los presentadores de programas de entrevistas mexicanos algo más jóvenes que ellas les hacen esa pregunta… o al menos eso me pasó a mí. “¿Cómo, a mi edad?”, se me escapó. Lo que quería decir era: me lo solían preguntar en 1969 como parte de mis mortificaciones en Edmonton y, después de treinta y cuatro años, ¡ya no debería seguir respondiendo esa pregunta! Sin embargo, con esas tremendas pestañas, ¿qué otra cosa podría esperar?

“Sí, ¿por qué no?”, dijo.

Me abstuve de explicarle por qué no. No dije: ¡Ay, por favor! Tengo sesenta y tres años ¿y aún esperan que me vista de rosa con volantes? No dije: ¿femenina o felina, amigo? Grrr, miau. No dije: esa es una pregunta frívola.

Apretando mis pestañas, dije: “No me debería estar preguntando esto a mí. Debería preguntárselo a los hombres de mi vida”. (Con lo cual insinuaba que eran una horda.) “Igual que les preguntaría a las mujeres de su vida si es usted masculino. Ellas me dirían la verdad”.

Era hora de los anuncios comerciales.

Un par de días después, aun dándole vueltas al tema, dije en público: “Mis novios se quedaron calvos y engordaron y luego se murieron”. Luego dije: “Ese sería un buen título para un cuento”. Luego me arrepentí de haber dicho ambas cosas.

Después de todo, algunas mortificaciones son autoinfligidas.

*Hace unas semanas un estafador logró robarse manuscritos originales de Atwood. A propósito de ese episodio, Elefanta Editorial comparte un texto aparecido en Blancos móviles, una antología ensayística de la autora canadiense.

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