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«Un día vivido con Franz supera todo lo que él jamás hubiera escrito».

Dora Diamant, actriz polaca, compañera de los últimos días de Franz Kafka.

¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? ¿Franz Kafka o la realidad kafkiana? ¿Quién dio origen a quién? El sentido común nos orilla a dar por cierto que lo kafkiano proviene de la literatura creada por ese hombre llamado Franz Kafka Lowy, cuyo nacimiento ocurrió el 3 de julio de 1883 en Praga. Pero invocar el sentido común, tratándose de Kafka es un acto temerario. Prefiero creer, a pie juntillas, que lo kafkiano siempre ha estado presente en nuestro planeta y corre por las venas de no pocos terrícolas.

Pero… ¿qué es lo kafkiano? Citemos la definición del Pequeño Larrouse Ilustrado: “una situación inquietante por su absurdidad o carencia de lógica, que recuerda a la atmósfera de las novelas de Kafka”. También el Pequeño podría haber señalado: “que recuerda a la atmósfera de la realidad que priva entre los terrícolas”. El mundo es absurdo y cada vez más carece de lógica. En realidad, la literatura de Franz Kafka es un muestrario impecable de lo normal, lo cotidiano, el pan nuestro de cada día.

El argumento de dos novelas de Franz Kafka explica plenamente lo kafikiano. En El castillo, el agrimensor K. se empecina incansablemente en acceder al castillo, pero sus esfuerzos son en vano y nunca llegará a su destino, o su destino es luchar sin tregua para fracasar en sus intentos para alcanzar su destino. En El proceso, asistimos a la captura de un hombre, Josef K, quien jamás entiende por qué ha sido detenido y se empecina en demostrar lo que jamás podrá demostrar: su inocencia. Díganme si no son estos dos argumentos un espejo nítido de la realidad entre los terrícolas.

Se dice que Franz Kafka era un ser atormentado. La prosa sinuosa de sus novelas y cuentos confirman plenamente esta definición. Sus cartas son un verdadero muestrario de los vericuetos de una mente insegura. Por ejemplo, en una carta dirigida a Felice Bauer, novia y prometida con la que nunca se casó, Kafka escribe: «¡Qué veleidades me dominan, señorita! Una lluvia de nerviosismo cae sobre mí sin parar. Lo que quiero ahora no lo quiero en el instante siguiente. Cuando llego a lo alto de la escalera, no sé aún en qué estado he entrado en la casa».

Pero ese ser atormentado era también un hombre con un sentido del humor corrosivo y a la vez juguetón. Un puñado de palabras, expresadas por David Foster Wallace, me ahorran todo intento por definir lo que quiero decir: «Lo que los relatos de Kafka tienen es más bien una grotesca, magnífica y completamente moderna complejidad, una ambivalencia que se convierte en la lógica multivalente inclusiva del, entre comillas, “inconsciente”, que yo personalmente creo que no es más que una forma sofisticada de llamar al alma».

Justamente es el alma el centro, la medula, la piel, el aire que respiraba en la realidad atroz que circundaban los tiempos que le tocó vivir (durante la segunda guerra mundial, sus hermanas Elli, Valli y Ottla, su preferida, fueron asesinadas por soldados nazis en un campo de concentración). Es lo que sobrevive de su paso por este planeta: el alma, ese pálpito angustioso del que brota la inmensa carcajada que encarna su obra. Sus laberintos conducen a horizontes plenos de otros laberintos. Ese es el destino de la humanidad, encarnado en pasadizos y túneles que sólo esa brújula que es el alma podrá templar, apaciguando o alebrestando a nuestros fantasmas. En ese espíritu, decía Franz: “No cedas; no bajes el tono, no trates de hacer lo lógico, no edites tu alma de acuerdo a la moda. Mejor, sigue sin piedad tus obsesiones más intensas.”

Han pasado ya cien años desde aquel 3 de junio de 1924, cuando la tuberculosis terminó con la vida de Franz Kafka en el sanatorio Dr. Hoffmann de Kierling, Austria. Los 41 años que vivió le bastaron para crear una presencia eterna.

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Ilustración cortesía del autor

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