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Lo recuerdo diciendo que no iba a permitir que un virus le dictara la agenda. No hacía otra cosa que leer, dar clases, escribir a diario. Medía el ir y venir de las golondrinas esperando la fecha exacta de su vuelta. Le sudaban las manos antes de tomar las de una amante. Respiraba hondo la brisa de una ciudad soñada porque era de esa gente que no habita la ciudad ni los barrios de la época que le tocaron sino los de una poli inventada. Era feliz, llevando y trayendo sus abrigos desde la tardor, recomendando libros sin la arrogancia narcisista del que tiene miedo al miedo de ser menos. En los toques de queda del 2020 se las ingeniaba para escapar a su editorial y videollamar al otro lado del mundo. Debía salir antes de las diez, tomar el metro, caminar hasta su cuarto con un balcón y las hojas de un eucalipto moviéndose despacio.

Sé que leyó a María Moreno y entendió estas palabras: “Eres un personaje de Black out”. Sé que se desconectó de la pandemia después de un libro que no lo dejaba dormir ni vivir. Sé que entendió que lo del cubrebocas iba a pasar pronto porque la desmemoria triunfaría. Lo recuerdo contándome que abrazó el cuerpo de su cuñado antes de morir y fue un escándalo, “¡se va a contagiar, entienda!”, le advirtieron. Pero siguió viviendo luego de superar la gripe para escribir lo siguiente, pues lo siguiente siempre es más emocionante. Me dio un destino y datos que mataban los relatos. Me dio los doscientos ángeles de una iglesia que nadie se había atrevido a contar hasta una tarde con mucho viento, hasta que las campanas sonaron como en una novela de Marguerite Yourcenar anunciando la peste.

Dos años antes de la COVID-19, caminando bajo el sol de julio, le comenté que venía un apocalipsis, que podía olerlo en el aire como el olor a podrido que trae el mar y siguen las golondrinas cuando vuelven. Me creyó, “habrá que vivir entonces”. Lo hicimos, por eso la pandemia no nos debió nada. Esperamos anclados a nuestros libros. Yo escribía sin darme cuenta, lo cual quiere decir no juntar palabras, soñándolas acaso. Tampoco iba a permitir que las protuberancias con forma de corona de espinas de un microrganismo me dictaran la agenda. La vida es lo que ocurre mientras bombardean a una ciudad en una guerra civil donde Elena Garro escupía lentejas hartas de ese plato “y papas, más papas, sólo papas.” La vida es la adrenalina de Virginia Cowles, una reportera en zonas de conflicto, cruzando fronteras, engañando, cambiando de monedas y de acento, para lograr una entrevista con Mussolini. La vida transcurre aparentemente sin sentido aquí, donde desaparecen a personas como en la lotería siniestra de la que habla Miguel Asturias en El señor presidente. Con eso basta, no ganamos para corazones rotos.

Rosa Luxemburgo, una mujer que era en sí misma la revolución, nos lo hace saber en las cartas que escribió en uno de sus múltiples arrestos en las cuales privilegia la amistad antes que los amores falsos o dudosos. “El asunto, en realidad, es grave, pero vivimos en tiempos en que todo lo existente merece desaparecer. Por eso yo no tengo, en general, ninguna fe en creencias, ni obligaciones a largo plazo. Animaos, pues, y reírnos de todo. Al fin y al cabo, a nosotros nos ha ido a pedir de boca durante toda la vida”, si tomamos en cuenta cómo vivían los siervos en los campos de Rusia o la pobreza de Varsovia, pues claro que los camaradas de Luxemburgo no la habían pasado mal.

Volvamos a él. También lo recuerdo enseñando sin mansplaining, por eso era gran un maestro, no una simulación psicopática. Aprendía, encantado, sobre Lou Andreas-Salomé abriendo su libreta negra en la lista de los libros pendientes que yo le dictaba riendo nerviosa, discutiendo también sobre Clara Zetkin o la revolución mexicana, sobre las mujeres que si la historia oculta, ¡cómo no lo harán los hombres comunes y corrientes con otras brillantes a las que odian porque ellas sí pueden amar y alzarse frente a ese borramiento! Lo recuerdo contándole de mi galería de desatinos y él consolando, no infligiendo más dolor sobre la herida, al contrario, subrayando que hay muchas cosas más importantes que la pérdida de tiempo de una promesa que se rompe. Lo recuerdo. Murió hace poco. En su nombre, ninguna lágrima inútil ya, por nadie.

*Escritora