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Por Cafeólogo


Los cafeteros se fijan en el origen de su café: que si es de México o de Colombia, que si de Coatepec o de Tapachula, y así con miles de orígenes del mundo: países, regiones, estados, municipios y fincas, y de alguna manera surge una adhesión en muchas ocasiones indisoluble o permanente que puede hacer que alguien tome el mismo café toda su vida.
La hipótesis de fondo indicaría que “hay una correlación directa entre el origen de un café y sus características en taza y el consumidor puede notar y apreciar dicha correlación al tomar el café”. El sentido común indicaría “claro, es de esperarse, porque un café es lo que es porque todo él se construyó en su lugar de procedencia”, y así un café de Colombia o de Finca La Hilda en el Valle Central de Costa Rica -desde donde escribo estas líneas- sabe a Colombia y a Finca La Hilda.
Sin embargo alguien más contestaría que eso no es necesariamente preciso, “el café se transforma, las más de las veces, en un lugar diferente a su origen; por ejemplo, se produjo en México, pero se tostó en Italia; o a nivel más local, se produjo en Coatepec pero se tostó en el Puerto de Veracruz; así que tan importantes son las características de su origen como aquellas que adquiere en el camino de su transformación y preparación”, pues hasta en la mano de quien lo prepara se notan las diferencias.
Los profesionales del café no tenemos suficiente con señalar su origen. Necesitamos más información que nos ayude a entender una expresión de aroma y sabor. Además de la procedencia ocupamos conocer, por ejemplo, la variedad, pues hay variedades de café que tienen la capacidad de aportar su personalidad al sabor en taza. Así como se lee. Estamos acostumbrados a fijarnos en la uva con que se elaboró un vino, pues bien, justamente así. O la especie y variedad de agave con la que se hizo un mezcal. Algo semejante pasa con el café, por ejemplo el día de hoy he catado las siguientes variedades: Caturra, Catuai, Sarchimor, Catimor, Java, Geisha, Borbón, Pacas y Laurina… y en efecto algunas de ellas tienen la capacidad de hacerse notar de manera diferenciada, pronunciada, elocuente, en la taza.
Dicho lo cual, llegamos a un nuevo intríngulis donde se escucharían expresiones como: “a mí me gusta el café Castillo de Colombia -Castillo es el nombre de la variedad-; a mí me encanta el Pacas de El Salvador; o el Geisha de Panamá; y ni qué decir del Pluma Hidalgo de Oaxaca, México. Con ello, el origen deja de ser nombre y ahora es apellido y la variedad toma su lugar.
Prometo complicar la cuestión aún más en la próxima entrega, donde haremos que la variedad devenga apellido paterno y el origen se mueva al apellido materno. Pero eso será la próxima semana, cuando vuelva a México.

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