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Me levanto temprano dudando un poco si sacarme la pereza de encima o envolverla de nuevo bajo las sábanas para sepultarme en ellas unos minutos más. Siempre pongo dos alarmas; una que me arrebata de los brazos de Morfeo y otra que me recuerda por qué sonó la primera. Antes de salir de mis cuarteles hago un desayuno semi-ligero, casi siempre es el mismo: dos medias lunas con queso crema, unos trozos de tocino y huevo revuelto encima. Un poco de fruta y un macchiato que hace que gire el engrane de la vida.

Salgo tan pronto puedo y me lo permiten. Son las 8 de la mañana.

Edimburgo apenas se levanta. Es una ciudad vieja, los pisos de piedra, las catedrales chiquitas, los camiones de reparto, el cielo rayado de nubes como queso cottage, retoños, tejados y tubos de chimeneas que dan calor a familias dentro, que los mantienen abrazados mientras guardan sus sueños, sus preocupaciones. Cerca de mí hay un parque con unas cuantas personas que aún andan a tientas, algunos pasean su perro mientras bostezan, Morfeo sigue abrazándolos, afuera la vida sigue.

A mi paso me encuentro el remolino tricolor de una barbería que apenas levanta su cortina, (pocos saben que ese remolino se remonta a la práctica de extracción de sangre, y nada tiene que ver con la bandera Francesa) ¿Está abierto? pregunto.

—Me hace falta ya un corte, me hago uno casi cada 20 días, desde hace años no me paso los dientes de un peine por la cabeza, es más práctico así pienso –

En diez minutos abro – me contesta el dependiente. Perfecto. Vuelvo a los ocho minutos mientras desde afuera me espera terminando un cigarrillo. Sonríe cuando me ve. Come in man. Su nombre es Ahmed y es de Irak, en todos mis años de viajar me he hecho el corte con diferentes personas de todas las nacionalidades: españoles, portugueses, filipinos, y hasta un árabe que utilizaba fuego quemando el cabello, parecía un ritual increíble de magia, pero el olor era terrible, por suerte Ahmed utiliza métodos más comunes: maquina y tijera. Lo primero que me pregunta antes de empezar es cómo va mi mañana, le agradezco el gesto, le contesto que apenas comienza, la mía también dice, eres mi primer cliente – the lucky one! Por un momento recuerdo una escena:

En la pandemia le hacía la compra de víveres a mis padres, era arriesgado exponerlos, así que yo me iba a comprarles lo que necesitasen, antes de salir de casa me aseguraba de llevar la armadura bien puesta: cubre-bocas, lentes, un poco de ropa que después pondría a lavar, gel antiséptico en las manos y una lista de compras que mi madre escudriñaba con días de anticipación.

Andaba por los pasillos del super-mercado encontrándome con personas igual de confundidas y asustadas que yo, en el espacio reinaba un silencio que te apretaba el corazón, un silencio parecido al miedo; el de la incertidumbre. Nadie sabia si ese artículo o ese papel higiénico que llevabas a casa y a tu familia, podía tener encima el virus que acabaría con ellos.

Andábamos a tientas y nos encomendábamos a esperar lo mejor; no enfermar.

Una vez en caja pagaba los artículos y un par de personas se ofrecían a ponerlos en algunas bolsas, a esas personas les llaman “cerillos” y viven principalmente de las propinas, recuerdo pasarle unas monedas al señor de la tercera edad que con dificultad ponía mis artículos en la bolsa, lo primero que hizo fue persignarse con esas monedas. Es un ritual común, pero en ese momento todo pesaba más, esas simples monedas podrían ser una gran diferencia para esa persona en un momento donde el laburo escaseaba. Cuando uno ofrece trabajo de servicio, el primer cliente es el de la suerte, el que augura trabajo y bienestar. Persignarse es agradecer a dios por el trabajo, y pedirle que siga viniendo, que dé lo suficiente para comer, y que con ello nos abrace con calor, como lo hacen las chimeneas a la gente mientras duerme.

Ahmed me hace un corte perfecto y rápido, en 20 minutos salgo de ahí sintiéndome más fresco. Edimburgo apenas de despereza, me viene a la cabeza el verso de Vivir al este del Edén de La unión

“¿Qué es lo que tiene el aire en la mañana? Que limpia los temores de mi corazón, las dudas que anoche eran tinieblas son simples tonterías a la luz del sol”

Algo de ello es verdad, empezar la mañana limpio cuando el día todavía no clarea hace un vuelco en el corazón, parece otorgarte otra oportunidad.

Por la tarde ensayo con una violinista un poco exigente, por suerte la música está a salvo, pero más tarde se hace de palabras con una asistente de escenario por una nimiedad, tiene una actitud reprobable y no lo soporto más. Nunca he soportado la violencia injustificada, el maltrato y abuso. Me quejo con el director, exijo justicia. En uno de sus arranques de violencia ha lanzado un tubo que ha dado a golpear la pierna de la asistente. Más tarde me comenta que le ha dejado un moretón, yo estoy contigo le comento.

Recuerdo este texto acerca de los golpes y cicatrices:

No hay cicatriz por brutal que parezca, que no encierre belleza. Una historia puntual que cuenta algún dolor, pero también su fin. Son las costuras de la memoria por remate imperfecto, es la historia también de quien estuvo contigo, escudriñando tu dolor.

Su moretón es verde, y parece a la aurora boreal que hace unos días vi, es dolor pero también historia infinita. Mañana temprano todo dolera menos.

“¿Qué es lo que tiene el aire en la mañana? Que limpia los temores de mi corazón, las dudas que anoche eran tinieblas son simples tonterías a la luz del sol”

Buenos días, Edimburgo.