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¿Y la calidad en la educación?

 

A lo mejor porque se le considera un terminajo de esos de la jerga neoliberal que hoy está tan demodé, pero en la primera interacción que el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) ha tenido con quien será desde octubre el responsable directo de la política educativa en el país (con todo lo que eso signifique), Mario Carrillo Delgado, no se menciona una sola vez la calidad educativa.

El concepto fue introducido en la Constitución en la reforma del 2013, que añadió el párrafo: “El Estado garantizará la calidad en la educación obligatoria de manera que los materiales y métodos educativos, la organización escolar, la infraestructura educativa y la idoneidad de los docentes y los directivos garanticen el máximo logro de aprendizaje de los educandos”.

La calidad se entendía entonces como la “cualidad que resulta de la integración de las dimensiones de pertinencia, relevancia, eficacia interna, eficacia externa, impacto, suficiencia, eficiencia y equidad”, según exponía el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación, una entidad que, igual que el párrafo constitucional y, aparentemente, la filosofía de la calidad educativa, desapareció del sistema educativo nacional con la reforma del 15 de mayo de 2019, sin haberse alcanzado la meta de la calidad en el servicio educativo, como es claro para cualquiera que haya padecido las fallas recurrentes del sistema.

Como la calidad educativa era uno de los objetivos que se habían trazado para la Reforma Educativa de Enrique Peña Nieto, a la que se opusieron (más por la forma que por el fondo) cientos de miles de maestros en el país, el vocablo se eliminó, pero también su significado, “las características positivas y beneficiosas de la enseñanza y el aprendizaje que permiten instruir a una persona para su bienestar”, y todas sus dimensiones quedaron, en el mejor de los casos, como parte de otros conceptos referentes al fenómeno educativo.

El problema fue que el tema de la calidad en la educación, provocado necesariamente al poner en el centro del proceso educativo al alumno, no fue reabordado de forma alguna y con eso el estudiante dejó de ser el centro del proceso educativo cuyo protagonismo se transfirió, nueva y equivocadamente, al magisterio.

Claro que ése puede considerarse un gran triunfo del magisterio y su sindicato. De hecho, el pronunciamiento sindical del cinco de julio, que puede considerarse la primera interacción del SNTE con Mario Delgado como secretario de Educación Pública, lo enuncia claramente y hasta con una enorme carga ideológica. “…fortalecer el papel protagónico del magisterio como actor fundamental de la revolución de las conciencias, de la transformación social y del desarrollo comunitario”. Y luego remata “continuar con el modelo educativo de la Nueva Escuela Mexicana en la que es ineludible la participación comprometida del magisterio”.

Claro que el SNTE no estaría obligado a defender la educación centrada en el alumno. Poner al centro de la educación al estudiantado significa acceder a la evolución en las rutinas del servicio educativo y modificar muchas de las políticas de la educación pública, lo que seguramente lesionaría algunas de las conquistas laborales del sindicato, o bien obligaría al Estado a contratar más maestros, psicólogos, pedagogos, asistentes educativos; modificar la estructura de los salones de clases, adaptar horarios, alterar la relación de poder en el aula y en la escuela, educar pensando en los aprendizajes, considerar reuniones en lugar de clases, y todos los efectos colaterales que ello tendría. En efecto, tampoco la reforma de Peña Nieto se acercó siquiera un poco a esta revolución educativa; porque para ello hacen falta los disruptores, y en México el mundo de la educación está dominado absolutamente por dos clases de conservadores: los de izquierda y los de derecha.

Los de izquierda consideran la educación como la forma más eficiente de combatir a una sociedad injusta por sí misma y hablan de intangibles como la revolución de las conciencias; los de derecha asumen que la educación debe ser una mera instrucción para incorporarse a un empleo cuya calidad y salario dependerán exclusivamente de la cantidad de grados o credenciales obtenidas. Y en medio están los que, de acuerdo con la conveniencia del momento, obedecen a una u otra doctrina. Los disruptores no existen en la educación mexicana, y mucho menos en la educación pública, sujeta al debate entre los conservadores de una y otra extremidad.

Y la disrupción urge al sistema educativo porque es evidente que hace mucho tiempo las escuelas dejaron de servir para aprender, como demuestran los listados de resultados de evaluaciones estandarizadas para el ingreso a licenciatura y bachillerato (sólo 36 de los más de cuatro mil sustentantes para ingresar a la UAEM lograron una calificación de 80 o superior).

Esta disrupción debe dejar de ver el proceso educativo como una suerte de fricción entre los actores directos de éste (alumnado, profesorado, planta directiva y padres de familia), y comprender que el protagonista del proceso es el alumno sin que eso signifique lesión alguna a los intereses o ideales legítimos de cada una de las partes involucradas directamente en el proceso educativo. Porque hoy, si la escuela sirve para que los alumnos aprendan, alguien no está cumpliendo con su trabajo, según apunta toda la evidencia disponible.

La buena relación entre el SNTE y la SEP ayuda, probablemente, a que no haya interrupciones en el servicio educativo y que los maestros estén regularmente contentos con su trabajo. Pero nada más. El cambio en el aula hacia una educación que fomente el aprendizaje, la libertad, la autonomía, la salud mental, y todo lo que queremos de nuestros hijos y los hijos de nuestros vecinos, también es muy importante.

@martinellito

martinellito@outlook.com