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“De pronto, de las tres raras camionetas se bajaron unos tipos que andaban enmascarados. Gala de ametralladoras para que los policías no hicieran más que encogerse y: ¡Arriba las manos, todos! […] Tres tipos enmascarados dispararon hacia arriba nomás para amedrentar a los ahora ex votantes, porque: con gran rapidez y técnica otros tres enmascarados cargaron con cinco urnas y se treparon con ellas a los muebles encendidos, ya listos para arrancar.” / Daniel Sada: Porque parece mentira la verdad nunca se sabe.

Un hecho, la imposibilidad de votar por primera vez, desencadenó una de las novelas más ambiciosas de Daniel Sada. A lo largo de 608 páginas, el fino artificio de su prosa, donde se entrecruza lo popular y lo culto del lenguaje consiguen un tejido portentoso donde las historias se desbordan.

A tono con estos tiempos, desempolvo algunos fragmentos de una conversación que sostuve con Daniel Sada, por aquellos tiempos en que publicó Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999), un título que de muchas maneras refleja la eterna realidad de un pueblo que ha encontrado en los momentos electorales esencias de sus discordias.

  • Daniel, ¿cómo fue ese momento en que intentaste votar por primera vez?

Yo tenía una idea de la votación, de que había que ejercer el voto. En ese tiempo acababan de autorizar a los de dieciocho años para que votaran y yo muy orgulloso fui a votar. No te exigían credencial de elector, simplemente te registraban con tu nombre y la dirección donde vivías. Yo fui muy campante, me formé y cuando faltaban como tres lugares para llegar a la casilla llegaron unos tipos y se robaron las urnas, así tal cual. Eso me desconcertó mucho. Luego apareció el presidente municipal diciendo que era un hecho vandálico y que se haría una investigación exhaustiva para esclarecer los hechos. Esa experiencia fue muy dura para mí porque ya me sentía ciudadano con derecho a opinión, a voz y voto. Me frustré muchísimo. Era mi primera incursión civil y fue frustrante, por eso la escritura se convirtió en una manera de trascender ese momento.

  • Como en toda tu obra, esta novela es un minucioso ejercicio narrativo que entrevera un lenguaje elaborado con la sabiduría popular. ¿De dónde te viene esto?

En los pueblos donde yo viví la gente se cuenta cuentos y esos cuentos perviven a través de muchos años en boca de todos y se van deformando, se van quitando y poniendo capítulos. Hay historias de los pueblos, que llaman leyendas, que se mantienen en forma oral y de repente hay alguien que las escribe tomándolas de la oralidad. Cuando yo leía a los clásicos sabía que la mayoría de los libros o de las obras eran dichas en el ágora, de viva voz. Muchas historias y muchos poemas en la Antigüedad eran dichos, no leídos. Después estaban los escribas que transcribían esa oralidad. Yo sé que La Ilíada fue dicha de viva voz, recitada, por decirlo así, y alguien después la transcribió. Yo parto de eso, una historia que no se pueda contar de forma oral no merece ser contada por escrito, las cosas que se aprende la gente es por vía visual y eso conecta escenas. Lo visual es muy importante en la escritura, porque para que la gente se acuerde tiene que verlo o verlo a través de su imaginación, pero si no puede verlo claramente es muy difícil que lo pueda aprender. La tradición más antigua está en la oralidad y no en la escritura. El lenguaje tiene que ser musical, para que las historias te lleven tienen que ser musicales. Luego aquí tienen que ver los corridos y los romances de las grandes tradiciones, los liedes alemanes, los romances españoles, los corridos mexicanos o las milongas argentinas. En fin, yo creo que todo lo que la gente percibe lo aprende por el ritmo y por la visualización. Los mejores cuentos me los han contado, no los he leído.

  • Daniel, todo ese alarde, en el sentido de esa capacidad de usar formas poéticas (alejandrinos, endecasílabos, octosílabos) para ponerlos al servicio de un habla popular es algo de difícil naturalidad, ¿no?

No me gusta la literatura solemne, detesto la solemnidad y la pomposidad en el arte. A mí me gusta que lo que escribo tenga muchas luces y mucha chispa, que sea festivo. El arte es, ante todo, un enigma, pero no un enigma doloroso necesariamente, puede ser un enigma absolutamente gozoso. El misterio de vivir no necesariamente tiene que ser doloroso, la literatura tiene que ser una fiesta. Recuerdo lo que se preguntaba Rabelais: el novelista no es un filósofo, el novelista no es un ensayista o pensador, el novelista no es un poeta, el novelista no es un dramaturgo, ¿qué es el novelista? El novelista es la unión de todo, una burla amistosa de todas las cosas. En las concepciones más antiguas de Occidente la novela se concibe como una burla y una sátira, al mismo tiempo una fiesta. En el caso de Rabelais es exagerar las cosas todo el tiempo, igual en El Quijote. Pienso que la solemnidad no se lleva con la novela porque la novela es satírica, burlesca, tiene su parte de reflexión, una novela tiene que hacer reír, llorar. Una novela necesita de todos los estados de ánimo y entre más tenga es mucho mejor, entre más puntos de vista es más elocuente y más expansiva, espiritual y vitalmente hablando. Lo popular, conjugado con el artificio culterano, no necesariamente deviene en una cuestión solemne, abstrusa, pedante, arrogante, impenetrable. Para mí, ese tipo de literatura muy a la francesa, y sobre todo a la francesa contemporáneo, me parece que está muy lejos de la gente. Una vez Rulfo me dio un consejo, el único consejo que me dio cuando lo tuve como maestro en el Centro Mexicano de Escritores, me dijo que huyera de toda la teorización: “Si usted tiene imaginación no tiene por qué andar teorizando, y si lee teoría no la exponga en su escritura, que no vaya por delante la teoría y después la historia, sino primero la historia, porque la teoría va a salir poco a poco aunque usted no quiera”. En el caso de Rulfo, él apostaba por la imaginación, porque la imaginación crea todo lo demás, incluso hasta los estados psicológicos más indeterminados.

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Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, Daniel Sada. Tusquets, México, 1999, 602 pp. Imagen cortesía del autor