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Gina Batista B.

Tengo que decir que hice mía a Cuernavaca a finales de los setenta y al inicio de la época de los ochentas, cuando renté una preciosa casita color azul en la calle de Arista, en el centro de la ciudad. La dueña era una francesa y allí fue cuando me enamoré de vivir en una ciudad cuya naturaleza tiene la virtud de siempre florecer. Por supuesto que era mucho más barato que vivir en la Ciudad de México y un espacio grato y rodeado de naturaleza que motivaba a pintar.
Soy nieto de inmigrantes italianos que defendieron su rancho en Atzcapozalco a punta de carabina. No he tenido una vida extraordinaria pero si he hecho lo que me gusta y no me ha ido mal, fui el sexto hermano de una familia de seis y por supuesto que me toco heredar la ropa de los grandes y de adolescente prefería irme a pie al Instituto Patria donde estudiaba para ahorrarme el pasaje. Dejé el diseño industrial por la pintura, en un inicio disfruté de dibujar caricaturas hasta llegué a ilustrar un compendio médico de plantas.
Llegué a Morelos en su mejor época donde habían personajes como Santiago Genovés, el pintor Vlady, Ricardo Garibay, Gutierre Tibón, Ricardo Guerra y el maestro Jorge Cazares, por mencionar a algunos. Era una Cuernavaca mágica llena de saber por la cantidad de investigadores que vivían aquí, príncipes, ricos empresarios, oligarcas, pintores, escritores, figuras eclesiásticas revolucionarias, intelectuales, músicos, bailarinas, guionistas, cineastas y algunos bandidos famosos y tengo que confesar que me pareció fascinante.
Los viernes me gustaba decir que me disfrazaba de pintor con la camiseta llena de pintura y cenaba huevos rancheros con mi amigo Alberto Vadas en el Sanborns de avenida Juárez. Allí fue cuando nos enteramos que una de mis obras que se exhibía en el Museo del Palacio de Cortes, debido a su acabado con ladrillos que parecían reales, la habían instalado en exteriores. Ante el riesgo inminente de su deterioro, fuimos por una Combi con mi compadre Vadas y la rescatamos. El único detalle fue que se nos olvidó notificar al museo que la habíamos retirado. Pero al final ni cuenta se dieron. Siempre estuve muy orgulloso de Vadas, quien trabajó mucho para rescatar La Tallera de Siqueiros y se volvió un sitio abierto a la cultura con clases de literatura, pintura y todavía Javier Sicilia impartió talleres de poesía. Allí trabajé los murales de la Suprema Corte de Justicia. Fue intenso y complicado porque el lugar estaba abierto al público y los visitantes opinaban con toda libertad sobre el proceso de los murales que abordan los siete crímenes mayores de la justicia en México. Llegó un momento que entre sugerencias y turistas se volvió imposible trabajar. Carla Hernández, mi primera esposa, representante y colega durante muchos años, resolvió la situación de manera ingeniosa: colocó mamparas en las que había unas pequeñas ventanas desde donde se podía apreciar parte de la obra y en la parte de abajo se leía la leyenda ‘prohibido alimentar a los artistas’. Dicen que soy hiperrealista y el último de los muralistas que queda en México. No lo sé. Pero lo que sí sé, es que disfruté pintar setenta y cinco metros que llamé Escenarios Subterráneos. En cada obra que he realizado es porque hay cosas que decir como en los murales de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
He sido un hombre afortunado. Conocí a Liliana Pérez Cano y he podido ser un padre cálido y amoroso de mis dos hijas, Juliana y Helena. Hace no mucho nos lanzamos en paracaídas Helena y yo. He sido admirador de los jardines y las casas bellas, he visto la transformación de mi ciudad. He tratado de ser el mejor amigo de mis amigos, he sido dueño de incontables perros con nombres de famosos como Ortega y Gasset o Mandela. Para mí, Rafael Cauduro de oficio pintor, mi casa es más allá de la Quinta Quinto, mi casa es Cuernavaca, a donde llegué para quedarme bajo la sombra azul de las Jacarandas.

Hasta siempre, Cauduro.
A mediados de abril de 2019 me buscó Liliana. Necesitaba un texto de Cauduro escrito por Cauduro. No había forma, Rafael había ido perdiendo el habla y poco a poco la memoria. ¿Cómo hablar por él de él y sin él? Esto es una recopilación cariñosa de sus palabras y recuerdos recuperados de la niebla de esa larga enfermedad que lo aquejó en sus últimos años, recargada en testimonios de historias que me contó de manera personal y en distintas etapas de vida Liliana y Ann Vadas, quien llenó sus últimos meses de vida, con paseos y lecturas.

Gina Batista B.
Periodista, aficionada a sembrar, a la cocina y constructora empedernida. Heredera de algún gen marítimo y buscadora de pequeñas grandes historias.

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