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El primer bar que conocí sigue siendo el último, aunque si te soy honesto ya no es lo mismo, algo en la sorpresa se quema después de tanto.

A veces pienso que de no haber enjuagado mis labios con cerveza no hubiera pasado un montón de historias/experiencias: algunas muy divertidas, otras no tanto, y otras totalmente innecesarias, pero en definitiva no hubiera hablado con un montón de personas, y quizá y en viceversa mucha gente no hubiera hablado conmigo, es como si el primer trago que se desliza por tu garganta te hace inmediatamente bajar los estándares y las apariencias, hace que la vida se deslice un poco más fácil. Parece algo patético que uno tenga que beber para hacerlo, pero en el mundo de los bares es así, hay pláticas que necesitan de cierta de demencia, de cierta embriaguez, inclusive de cierta discusión. Es común que vaya a la barra del bar regrese con cerveza y al encuentro con mis amigos les diga: Hey ¿De qué están hablando que yo me opongo? Por el mero ejercicio de conversar, de decir cualquier cosa. Luego todo eso se nos olvida y ya está, palabras que se borran al viento, como la línea en la arena que se desdibuja con el beso del mar.

En los bares inclusive he llegado a experimentar esos amores clichés de Hollywood del tipo Good Will Hunting, claro sin el coeficiente intelectual de Will, pero si llamando la atención de alguna chica que después de muchas miradas entrecruzadas se acerca a ti y te dice: eres un idiota, llevo toda la noche esperando a que me hables, pero ahora es noche estoy cansada, y debo irme a casa. Por si acaso este es mi número.

Algunas veces ha sido más fácil, he sorteado la noche manteniendo el tino, y después de bajar de golpe la cerveza he caminado decidido hasta esa persona, con suerte encontrado las palabras adecuadas, los silencios, las pausas y algún chiste que indique que iba en el camino adecuado lo suficiente para sacar la cabeza a flote para llegar a la mañana siguiente.

Así conocí a K. Cuando despertamos fuimos a desayunar como si fuese una prueba de si de verdad nos merecíamos más allá de la demencia de la noche, con sorpresa nos hallamos más de lo que yo pude imaginar. Me gustaba su conversación, su risa, su silencio y su cuerpo. Estábamos tan cómodos con la compañía del otro, que K. me invitó a una fiesta suya familiar a las afueras de la ciudad, acepté, conocí a su familia y hasta canté karaoke con ellos, me dijo que no fuéramos en ningún plan serio, sólo amigos, y a mí me gustó eso, era como si siguiera envuelto por la ebriedad mágica de la noche, como si ese pedazo de mi vida fuese el trailer de una película de amor veraniego. Ese momento apaciguó por un momento la angustia de mi existencia.

A la semana siguiente le escribí, estaba entusiasmado en volver a verla Lo lamento, me voy a Francia mañana me dijo, cuando vuelva te busco.

Pasaron 2 meses sin noticias suyas. Recibí un mensaje la siguiente semana: ¿Estás? ¿Vamos a tomar algo?

No le contesté. Algo en mí se acobardó. Esos dos meses de silencio habían nublado algo. Esa noche había sido perfecta, no quería arruinarla. Quería dejar ese momento intacto: el momento que camine hacia ella, sus labios entre cervezas, la noche que fue aclarando con su cuerpo en el apartamento, la cama de madera, la tregua después del combate, lo poco incómodo de la sobriedad por la mañana, ella arreglándose para la fiesta mientras yo me duchaba en su baño como si hubiésemos existido siempre, su familia y lo fácil que fue deslizarme en ese mundo.

Quizá un día me atreva K. Aunque sé que ya es muy tarde pero si acaso ves esto.

Gracias por esa noche.

A qué le tengo tanto miedo, preguntan unas lágrimas que no sé de dónde vienen.