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Primer acto. Colonialismo científico en la botánica

 

La historia del descubrimiento de nuevas plantas tiene una innegable veta colonialista. Entre los siglos XV y XVIII comenzó una intensa exploración botánica por parte de los imperios europeos, quienes enviaron expediciones a todas sus colonias. Estos viajes no solo buscaban nuevas tierras y riquezas, sino también especies que pudieran ser útiles para la medicina, la alimentación y la industria. Las expediciones explotaban los recursos naturales y el conocimiento de las regiones colonizadas, consolidando su poder y riqueza a expensas de los pueblos originarios.

Una de las formas en las que se manifiesta el colonialismo científico en la botánica es la explotación de las plantas para usos médicos. Durante la época colonial, los países europeos se beneficiaron enormemente del conocimiento de los pueblos originarios sobre las propiedades curativas de las plantas; sin embargo, la fuente de estos conocimientos era usualmente invisibilizada ya que, al ser colonias, sus recursos, conocimientos y riquezas se consideraban pertenencia del imperio colonial.

Los pueblos originarios de Perú y Bolivia conocían las propiedades curativas de la corteza del árbol de la quina (Cinchona sp.). Cuando los colonizadores descubrieron las propiedades antipalúdicas de este árbol, explotaron la planta llevándola a Europa y África, donde fue esencial en la lucha contra la malaria. Sin embargo, los beneficios y el crédito no se compartieron con los pueblos indígenas que originalmente descubrieron y utilizaron esta planta; además se talaron miles de árboles para suplir la demanda de quinina.

El barbasco (Dioscorea sp.) es una planta nativa de México que contiene compuestos que se utilizan en la producción de anticonceptivos hormonales. Las compañías farmacéuticas extranjeras se beneficiaron enormemente de esta planta, llevándose las ganancias y el crédito por su uso, mientras que las comunidades mexicanas que conocían sus propiedades quedaron excluidas de los beneficios.

Erythroxylum coca, la planta de la coca, fue utilizada durante siglos por los pueblos andinos como planta medicinal y en rituales religiosos. Sin embargo, en la época colonial, los europeos explotaron esta planta para producir cocaína, generando enormes beneficios económicos para ellos, pero afectando a las comunidades locales. Para el cronista Bernabé Cobo, el cultivo de la coca era el producto «de mayor ganancia que hay en las Indias y con que no pocos españoles se han hecho ricos con ella».

Las plantas comestibles también han sido explotadas por el norte global. El jitomate (Solanum lycopersicum), originario de México, fue domesticado y utilizado por las civilizaciones precolombinas mucho antes de la llegada de los europeos. Los colonizadores, al descubrir el jitomate, lo llevaron a Europa, donde se convirtió en un ingrediente esencial de la cocina mediterránea, como en la salsa pomodoro.

Una historia similar pasó con la orquídea de la vainilla (Vanilla planifolia), también originaria de nuestro país. Es uno de los sabores más apreciados en todo el mundo. Sin embargo, la industria global de la vainilla está dominada por empresas extranjeras; la producción mundial está encabezada por Madagascar e Indonesia, que suman más del 66% del cultivo mundial.

El cacao (Theobroma cacao) es otro ejemplo de cómo una planta originaria de América ha sido explotada en beneficio de los países ricos. El chocolate, derivado del cacao, es uno de los productos más consumidos en el mundo, con un mercado global dominado por grandes compañías europeas. Es increíble que se considere a los chocolates europeos como los mejores, aunque la historia del cacao ya tenía cientos de años en América. El cultivo actual del cacao, principalmente desarrollado en África, es una industria que explota las tierras, a los agricultores y hasta a infancias de esa región.

En la historia de especias como la nuez moscada, la pimienta, canela y el clavo también hay hechos atroces. Las islas de las Especias, en el sudeste asiático, se convirtieron en epicentros de la explotación colonial, donde las potencias europeas se disputaban el control de estas valiosas plantas. El impacto de esta explotación fue devastador para las comunidades locales, que vieron cómo sus recursos naturales eran extraídos sin una compensación justa. En el caso de la nuez moscada (Myristica fragrans), la expedición del holandés Jan Pieterzoom Coen de 1621 para hacerse del control de esta especia, asesinó a casi toda la población nativa: de 15 mil habitantes, quedaron apenas mil.

Aunque parece que esto ocurrió hace mucho, el colonialismo continúa. Las grandes potencias modernas utilizan estrategias económicas y “legales” para explotar los recursos naturales y el conocimiento tradicional de los países pobres, como en los casos de biopiratería. Este neocolonialismo perpetúa las desigualdades históricas, beneficiando a los países ricos a expensas de los pobres.

En respuesta a esto ha habido un movimiento internacional para proteger los derechos de las comunidades originarias y asegurar una distribución más equitativa de los beneficios derivados de los recursos biológicos. El Protocolo de Nagoya busca regular e implementar el tercer objetivo del Convenio sobre la Diversidad Biológica y, reconociendo la soberanía de los países sobre sus recursos genéticos, establece la obligación de que el acceso a los recursos genéticos sea de acuerdo con el consentimiento fundamentado previo. Reconocer y abordar estas dinámicas es crucial para avanzar hacia una ciencia más justa y equitativa, que valore y respete los derechos y conocimientos de todas las comunidades.

*Comunicador de ciencia / Instagram: @Cacturante