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Las liebres serán liebres

Agustín B. Ávila Casanueva*

Unos de mis animales favoritos son las liebres. Sus orejas estiradas a niveles casi cómicos de no ser porque les combinan magníficamente. Su atleticismo explosivo. Sus hipnóticos encuentros pugilísticos. Y sus dos incisivos frontales. Esta última característica hace que erróneamente pensemos en ellos como roedores. Pero las liebres no son roedores, son lagomorfos.

Habrá a quien esta palabra le deje más tranquilo. Es bonita, tiene ese aire académico del griego y nos da la sensación de saber un poco más del mundo. Hasta que conocemos su significado. Siguiendo la etimología tenemos: lagōs, liebre y morphē, forma. Esto nos permite decir -con precisión científica- que las liebres no son roedores, sino que claramente son animales con forma de liebre.

Con esto, nuestra superioridad académica decae un poco. El nuevo conocimiento adquirido y bellamente sintetizado en un vocablo helénico, queda opacado por la obviedad de una definición tautológica. Pero bueno, pensándolo un poco, podemos darle chance a la biología. Finalmente, no debe de ser sencillo darles nombre a todas las criaturas de la creación. Está bien, las liebres son liebres y tienen forma de liebre.

Pero ese no es el único problema con las definiciones dentro de la biología. La verdad, es sorprendente lo mucho que ha avanzado esta ciencia sin una definición incontrovertible de sus conceptos elementales. Mientras la matemática sabe lo que es una suma y la química tiene claro qué es una molécula, la biología se tropieza consigo misma cuando le preguntamos qué es una especie. Tartamudea monosílabos y mira al horizonte con los ojos entrecerrados cuando le pedimos que nos diga lo que es un gen. Y francamente, estamos a punto de aceptar que nunca llegaremos a una definición de qué es la vida —una pandemia entera pasó y seguimos sin poder decir si los virus están vivos o no—.

Pero poco importa. Estas definiciones están ahí para hacer comparaciones, no para forzar especies u organismos o moléculas en cajones en los que no caben. Estadísticamente, a la biología le interesa el promedio, lo común, lo ordinario. Para entonces, por comparación, saber si los nuevos hallazgos se alejan lo suficiente como para salirse de la norma, de la definición. Para poder ser llamados extraordinarios. Saber si una población rara de liebres se ha alejado lo suficiente como para perder su forma de liebre. Y cambiarles el nombre.

Es decir, la biología es una ciencia de la diversidad. Interesada por las periferias. Por conocer lo que se sale de sus propias definiciones para replanteárselas y con ello a sí misma. El deber último de la biología es abarcar toda la vida. Y la vida está llena de excepciones, malas adaptaciones, tropiezos y gazapos.

Además, por definición, la vida cambia. Evoluciona. Los organismos y sus ecosistemas cambian sus formas y poco a poco van dejando de ser lo que eran. ¿Qué sentido tendría usar definiciones estables e inertes ante esta realidad? La biología es una ciencia inacabada e incompleta por antonomasia. Y debe de evolucionar constantemente, como la vida misma. ¿Qué importa que no podamos decir qué es una especie? Hay mucha más belleza en poder admitir que cada unidad biológica merece su propia definición, porque necesita estar contextualizada, depende de su tiempo, de su geografía, de sus parásitos, de su medio ambiente, de su clima. Depende de la especie.

Desde su origen, la vida es una lucha contra la probabilidad. Es extraordinario que haya surgido. Cada paso que da es insólito. Es excepcional que existan las liebres. Y cada animal, planta, hongo, bacteria, arquea maravillosa merece ser nombrada. Enunciada. Así como cada cambio. Las liebres serán liebres con forma de liebre hasta que dejen de serlo.

*Encargado de la Unidad de Divulgación del Centro de Ciencias Genómicas de la UNAM

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