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Experimentar con un espacio para la intuición

Agustín B. Ávila Casanueva*

Un frasco de mayonesa. No lograba imaginar qué experimento requeriría mayonesa —además, tanta mayonesa, era un frasco de al menos un litro—, pero sin duda alguna lo que vieron mis ojos fue a un laboratorista entrar al laboratorio de al lado con un frasco de mayonesa. Al menos un litro de mayonesa. En ese momento yo me encontraba realizando mi propio experimento, el cual no podía dejar botado para resolver el misterio y la verdad, la duda no era urgente.

Un par de horas después, llegó una amiga del laboratorio de al lado a explicar, con una pregunta, la justificación del frasco en cuestión: “¿Quieres venir a la elotiza de mi lab?”. Y bueno, allá donde haya elotes cocidos, debe de haber mayonesa. 

Al llegar al laboratorio, estaba ahí sobre la mesa la mayonesa. Pero mi sorpresa fue ver que los elotes no se habían comprado ya hervidos sino que se cocieron ahí en el laboratorio. El vapor incriminante que emanaba tanto de la autoclave como de los elotes no dejaba duda. Y tenía sentido, la autoclave es un equipo esencial del laboratorio de microbiología, que en realidad es una olla exprés en esteroides. Normalmente se utiliza para esterilizar el material, los caldos de cultivo y para desechar de manera segura ciertos cultivos microbianos, exponiéndolos a temperaturas y presiones avasalladoramente letales.

En ese momento mi cara debió de reflejar el disgusto de imaginar los elotes combinados con el salado y amargo sabor del caldo bacteriano y las cajas Petri contaminadas, porque en cuanto crucé la mirada con el cocinero/laboratorista, inmediatamente me dijo: “los elotes los cocinamos solitos y la tanda anterior sólo metí a esterilizar material de vidrio limpio”. Un doble filtro para disipar el sabor. Así sí, todo listo. “Páseme la mayonesa”, contesté.

Recordando este maravilloso suceso —que debió de haber pasado hace unos ocho años—, y teniendo muchos amigos que han pasado por varios laboratorios, pregunté en mis redes sociales qué más se había cocinado en un espacio destinado para otras ciencias que no son las alquimias culinarias. Las respuestas llegaron rápido.

Ana comentó que “Los vecinos tienen una parrilla para calentar tortillas. Mechero, comal y todo en la campana de extracción. Se manejan unas comilonas envidiables”. Marco presumió que los elotes se quedaban cortos y ellos hacían “tamalitos en el autoclave”. Alejandra por su parte confesó que “Yo trabajaba en una empresa de cosméticos y en navidad las carnitas se calentaban en las marmitas para hacer labiales”. Hubo quien guardaba los insumos necesarios para hacer panques dentro de una taza con el microondas donde se calientan los medios, por si había antojo de algo dulce. Y también quien aprovechó el poder de un ultracongelador para guardar gansitos o enfriar cocas.

Sin embargo, algo curioso pasó. Cuando, siguiendo los comentarios que me habían compartido, empecé a pedir recetas, dejé de obtener respuestas. Dado que los laboratorios están equipados con balanzas de alta precisión, matraces graduados que permiten ser un quisquilloso del volumen y pipetas cuya precisión va más allá de nuestra capacidad degustativa, esperaba encontrar instrucciones que fueran precisas al nivel del microgramo. Pero no fue así. En su lugar me encontré con que el acto de cocinar era una invitación irresistible a la intuición. En un espacio preciso donde dejar algo al gusto implicaba un fracaso ineludible, el guiso era una invitación al juego.

Así en cada laboratorio, por un breve momento, los gramos se convirtieron en pizcas, los mililitros en chorritos, y las temperaturas y tiempos precisos en límites determinados por el olfato, la mirada y la sazón subjetiva de cada cocinero o cocinera.

El producto final no era solamente un bocado caliente y sabroso para lograr aligerar una larga noche de estudio y experimentos, sino también el enorme gusto de poder declarar que la ciencia sí da de comer.

*Encargado de la Unidad de Divulgación del Centro de Ciencias Genómicas de la UNAM

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