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Alma Karla Sandoval

Que una sola es la presencia de Dios y es divina, no encarnada en hombre, fue la bandera que defendió un religioso llamado Eutiques cuyos discípulos, los monofisitas, apoyaron a Teodora, la emperatriz santificada de Bizancio. El debate por el número de dioses que había era más bien una excusa para formar facciones en el 500 d.C., más de cien años antes de que cayera la gran Constantinopla. Poco se sabe del ingenio de esa mujer que logró convertirse en corregente del destino de la fe.

Apasionada de los privilegios, de niña no los tuvo, de los mantos púrpuras que eran el distintivo de los poderosos, escaló del hipódromo y el burdel al mosaico de la Basílica di San Vitale, en Ravena, que data del 547 d. C., pero cuyos autores son anónimos porque ese tipo de obras no suelen firmarse. Teodora, la esposa del emperador Justiniano, lo ayudó a gobernar la región del Bósforo, una Turquía que ahora imaginamos como se añora lo exótico, sin comprenderlo bien a bien, sin ir más allá de esa mezcla de Oriente y Occidente que era Bizancio.

Lo que estaba en juego era mucho, ni más ni menos que el imperio de Roma en Constantinopla, por eso la emperatriz supo rodearse de un buen equipo que aparece en el mosaico. Para empezar, su leal Narsés, un militar con origen parecido al de Teodora, los dos no conocieron cunas sagradas ni de seda. Él provenía de una familia de esclavos; ella, de un padre que cuidaba osos y murió joven. La madre de la futura señora, era actriz que pronto soltó a sus hijas en los antros o teatros donde la muchacha, como no sabía cantar, se abrió paso a punta de carisma, de su cuerpo desnudo en escena al cual arrojaban trigo para que un ganso lo picoteara despertando así fantasías zoofílicas.

Teodora ya era una celebridad a los quince años, a los dieciocho se ausentó de la farándula para ser la amante del gobernador de Libia. Esa relación duró poco y, como en una película de odalisques, en su regreso a Constantinopla, cruzando el desierto, la futura emperatriz se unió a una comunicad ascética cerca de Alejandría. Eran los adoradores de un dios que nunca fue hombre como aseguran los evangelios. Como consecuencia de ese monofisismo, Teodora renunció a la vida de actriz para ser hilandera a los 21 años, cuando conoció a Justiniano I, otro estratega que supo conspirar para que su tío se volviera emperador y le heredara el trono.

Puede decirse que esa fue la unión de dos ambiciones, de dos personas ávidas de poder que supieron confiar absolutamente uno en el otro. Ella era una mujer hermosa, segura, magnética. Él, en cambio, más discreto, nada atractivo, pero la amó verdaderamente, al punto de convencer al tío de cambiar la ley para que un noble pudiera casarse con una mujer cuyo pasado era el de una prostituta. Si pensamos en Eva Perón y el odio de los detractores que trataron de impedirle el paso, tal como lo cuenta Eloy Martínez en la novela Santa Evita, no es difícil equipar la vida de Teodora con la de la famosa albiceleste cuyo arrastre entre los pobres o los “descamisados”, la condujeron a obtener el título honorífico y póstumo de Jefa Espiritual de la Nación. El cáncer de cuello de útero truncó la carrera la argentina quien, de no haber muerto a la temprana edad de 33 años, bien pudo ser una Teodora latinoamericana.

Otra mujer de nuestro presente que fue coronada reina consorte de Inglaterra ni más ni menos que en la misma catedral donde vio casarse a su amante con una jovencita que le habían impuesto al príncipe de Gales, es Camila Parker-Bowles, ahora llamada Camila del Reino Unido, una mujer inteligente, vivaz, amante polémica a la sombra, divorciada, pero que contó con el apoyo de la corona para poder casarse, ya en la última de etapa de su vida, con el príncipe que finalmente se hizo rey. Camila se parece a Teodora en la lealtad inquebrantable al cónyuge y este comparte con Justiniano la devoción por una sola mujer a lo largo de la vida.

En lo que Teodora supera a Evita y a Camila del Reino Unido no es precisamente en las joyas o en la exposición mediática, sino en la capacidad de intriga, en el esoterismo o la brujería que la chipriota, dicen, echó a andar junto con la mayordoma de palacio, Antonina, esposa del general Belisario, otro hombre fuerte del imperio que bien podía urdir conspiraciones. Sin embargo, Antonina, como también provenía del hipódromo, operó para Teodora obligando a confesar a ministros que pretendían derrocar a Justiniano, o bien, ordenando el asesinato de Silverio, el papa recién elegido en Italia.

El archienemigo de la mayordoma, Procopio de Cesarea, escribió uno de los textos más extraños de la antigüedad, Historia secreta, gracias al cual nos enteramos de los detalles de la vida cortesana de estos personajes, por ejemplo, que tanto Antonina como Teodora tenían embrujados a sus esposos, por eso lograban convencerlos de hacer lo que ellas deseaban. La primera tenía incluso una vida licenciosa, llena de amantes, que no alteraba a Belisario. La segunda fungió como regente de facto y como reformadora de leyes con un feminismo que en nuestro presente se entendería como abolicionista, pues para ella las mujeres no eran prostitutas, sino prostituidas por un entorno social, así que cerró burdeles creando refugios y prohibió la prostitución forzada.

Por si fuera poco, expandió los derechos de las mujeres en casos de divorcio, otorgándoles la posibilidad de poseer propiedades e instituyó la pena de muerte en caso de violación y también abolió la ley que permitía el asesinato de las mujeres si cometían adulterio. Con estas iniciativas aseguró que incluso después de muerta, a los 48 años, la situación de la mujer en el imperio bizantino fuera mucho mejor que la de cualquiera en Medio Oriente y Europa.

Será por eso que en el mosaico de la Basílica de San Vitale, Teodora va al frente sosteniendo un cáliz a punto de llenar con agua sagrada. Las insignias del poder son claramente visibles: una diadema triple de piedras preciosas con largas sartas de perlas, la toca, por supuesto, enjoyada. Los tres Reyes Magos van bordados en el ribete del manto de la emperatriz dueña y señora de la seda, otro de los suaves secretos de Bizancio.

*Escritora

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