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Alma Karla Sandoval*

En la pintura, un hombre navega por el Nilo. No sabe que está muerto, eso poco importa mientras va cazando almas como si fueran aves. En la proa de la embarcación, un ganso otea el rumbo. Los libros sagrados dicen que ese hombre se llama Nebamun, que esa escena es el fragmento de un mural egipcio que permaneció en las tumbas ocultas de los faraones donde el sol no traicionó la magia, donde el tiempo negro resguardó el color de la imagen, donde un gato muerde el ala de una oca en el 1350 a. C. De tal suerte que mariposas de gran magnitud salen huyendo a un espacio que sólo imaginan. En ese ángulo hay jeroglíficos que son aves de otra época, lotos que la esposa y la hija del hombre cortan como oro vegetal en vida.

El suelo es el río con flores acuáticas y peces de varios tamaños cuya respiración burbujeante alimenta al papiro de la ribera. Todos están muertos, insisto, aunque no lo podamos creer de este lado de nuestra oxigenación dada por hecho, un ir quemando células que nos arrincona poco a poco. Los egipcios lo sabían, cantaban cuentos de serpientes, zooidolatraban las fuerzas del mundo, usaban pelucas como maquillajes o máscaras que les permitían volverse cuervos, gatos amarillos con rayas, toros, cocodrilos, halcones, leones, buitres o cobras. Todo un bestiario más allá de presente porque el futuro era seguir vivos, navegando, explorando el territorio primigenio de la historia, África entregada a cazar, mandar, obedecer, construir o como Isis, regresar a un dios de la muerte para que te fecunde y otro dios crezca para habitar una pirámide.

Tal vez Heródoto hizo anotaciones trágicas o deslumbradas ante los colores sagrados de esa escritura divina, de lo que, según él mismo, evitaba hablar. Pero la piedra es elocuente y se transforma en agua dulce, crea pantanos. Las personas los rebasan y quedan grabadas en la superficie con una negritud que no lo era. Las aves surcan el cielo en otra dimensión, también ahí hacen del aire un locus amoenus.

Fue en quinto de primaria cuando me enseñaron la cultura egipcia. Le tuve miedo a la esfinge porque alguien con semejante inteligencia, si podía tramar acertijos y tener cuerpo de león, más que vigilar el comportamiento de los astros, usaría su poder en contra de una púber en cualquier momento. La soñé hablándome en Guiza, “me llaman Abu el-Hol, es decir, Padre del Terror”, pero no de los árabes quienes en ataques iconoclastas le arrancaron la nariz, pues entendían que el olfato es el más memorioso de los sentidos. Dicha pérdida se atribuye a Muhamad Sa´im al-Dahr en el siglo XV, un sufí musulmán que intentó destruirla para que los campesinos no le hicieran ofrendas. Pero la Esfinge resultó más fuerte porque ella es la arena de toda adivinanza y ha visto pasar miles de aves que algún pintor anónimo capturó en el techo de una cueva.

*Escritora

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