loader image

 

Se sentía lúgubre, sombrío, desolado… los adjetivos evocan sólo una porción de lo que vivía Rigoberto Longlung cada vez que trataba de respirar y su cuerpo apenas respondía. “Ay, la vida, de la hiel a la miel y de la miel a la hiel”, pensaba, mientras una sonrisa socarrona se dibujaba en su rostro, como una mueca indiferente, último vestigio del jolgorio que le tocó en su tránsito por esta vida que se le iba apagando. Su edad era lo suficientemente avanzada como para tener la certeza de que el destino estaba pronto a cumplirse, ese destino inexorable que, desde muy joven, aprendió a valorar a través de esas palabras, sencillas y contundentes, que alguna vez pronunció El Rey Lagarto: “One shouldn’t take life so seriously. No one gets out alive anyway” (“Uno no debería tomarse la vida tan en serio. De todos modos, nadie sale vivo de aquí”).

A Rigoberto, para ser sincero, ya no le convenía estar vivo. Él, más que nadie, lo sabía. Por eso se esforzaba en hallar ese momento de comunión en el que, dicen, los condenados a morir se encuentran con lo que fue su vida, en una ráfaga de recuerdos donde los hechos más olvidados emergen con la plenitud de un presente que ya nunca jamás será. Encontrar ese momento, en su caso, sería un acto de justicia divina. Rigoberto vivió su vida como un explorador que recorrió el mundo buscando hallar lo que nunca halló. Desde muy niño, la curiosidad encauzó su profesión de arqueólogo, una experiencia que le hizo explorar los viejos edificios alrededor del zócalo, donde los hallazgos eran: piezas de cerámica del periodo Posclásico (entre 1200 y 1519), pero también vestigios de los primeros barrios ingleses del siglo XIX. Ese contacto con el pasado, naturalmente, despertó su imaginación. Pero, también, secretamente lo llevó a perder la salud. La tierra polvo de las vasijas y los huesos, principalmente, contienen un veneno para el cuerpo: el plomo. Allí comenzó su derrota, que se fue fraguando sigilosamente.

La imaginación fue un timón que Rigoberto logró domar. Además, su sentido del humor era también su sentido de la serenidad. Sabía reírse de sí mismo y nunca se valió de su palabra para denostar. Se que la palabra nunca es tajante, pero es la que mejor refleja su modo de ser. Un sinfín de noches fueron su guarida para labrar una memoria de su talacha arqueológica. Laboriosamente llenó cuadernos con apuntes donde era común encontrarse con chaneques, duendes, nahuales mayas, fantasmas, animas y fantasmagorías de todo tipo. Pero también relatos de sus encuentros con los descendientes de esa fauna.

Cuando pensaba en el recuerdo más lejano que guardaba su memoria, el rostro de su abuela se dibujaba como un pálpito en su respiración. Sabía muy bien que la muerte de esa mujer ocurrió antes de que él naciera. Pero esa certeza no tenía el poder suficiente para convencerlo de que no la había conocido. La abuela no sólo era ese gesto pleno de ternura, sonriente y bien vivo, que una tarde tibia dijo su nombre a la orilla del Parque de los zanates. Casi de inmediato, el espíritu de ese hombre se asomó de frente y se topó con un camino, que de inmediato comenzó a caminar.

Rigoberto Longlung nunca halló un momento de sosiego para olvidar.

Un dibujo de una persona

Descripción generada automáticamente con confianza baja

Dibujo de Raúl Silva de la Mora