loader image

 

Mi trabajo como promotor cultural comenzó hace casi treinta años, cuando junto con un grupo de amigues iniciamos una compañía de teatro, una gaceta estudiantil y una estación de radio comunitaria Colegio de Bachilleres del Estado de Morelos Plantel 03, Oacalco. Con la compañía Siglo XXI, vivíamos la fiebre del milenarismo por la llegada del Año 2000, atrajimos la atención de las autoridades del COBAEM, y del Instituto de Cultura de Morelos y del Ayuntamiento de Cuernavaca, que nos invitó a participar en el Festival Internacional de Teatro Cuernavaca Joven.

La compañía estaba conformada por más de cien alumnes. Escribíamos los libretos de carácter histórico. Buscábamos desde una incipiente izquierda, crear consciencia social a través de hechos paradigmáticos de la historia de México. Nuestros títulos son una evidente revelación: Los Insurgentes y Lo que la bola nos dejó. La Independencia y la Revolución nos dieron la oportunidad de acercar y acercarnos para comprender el motor de una historia nacional de bronce, hecha por hombres secundados por mujeres. No teníamos perspectiva de género, pero intuimos ponderar la participación de las mujeres en el desarrollo político de los procesos de rebeldía. También dirigíamos y codirigíamos, fabricábamos escenografías y efectos especiales, diseñábamos vestuario y hacíamos maquillaje y caracterización. Montábamos escenarios en espacios públicos, auditorios, zócalos y salones de clases.

Todo era un laboratorio cultural de creatividad y de voluntad. Todo lo financiábamos nosotres, bueno, nuestros padres. Muchas veces pedimos recursos para transporte, alimentación, mudanza o vestuario. Siempre recibimos un no determinante. Recuerdo que, en una ocasión, luego de pedir audiencia con el alcalde de turno en Yautepec, recibimos una respuesta inmejorable: “No hay dinero. Todo se lo llevaron los anteriores”. A nosotros esa respuesta nunca nos pareció un obstáculo, pero siempre nos indignó ese ninguneo hacia lo artístico cultural. No había dimensión sobre la importancia.

A ese trabajo se sumaron labores sociales en el pueblo de Oacalco, en un contexto sumamente complejo: el pueblo se encontraba en una crisis socioeconómica luego del cierre del ingenio azucarero que era la principal fuente de empleo de esa región. Como consecuencia, el pueblo enfrentaba diversas problemáticas sociales y de salud pública: una fuerte migración hacia los Estados Unidos, desintegración familiar, altos índices de alcoholismo y de contagios por VIH (que por aquella época era más estigmatizante). Recuerdo particularmente nuestro trabajo en la llamada zona de las galeras, en donde de nuestro dinero organizamos talleres y funciones de teatro guiñol el Día del niño.

Éramos estudiantes de preparatoria, menores de edad. Algunos hijos de familia y otros ya realizábamos labores remunerables. Mis amigos y yo fuimos carpinteros, personal de limpieza, cuidadores de niños, veladores, campesinos, ayudantes de albañiles, boleros, taqueros, torteros, carniceros, jardineros. Nada era obstáculo, creíamos, y seguimos creyendo en el poder transformador de la cultura. Por eso no importaba destinar nuestros recursos para llevar un momento agradable, de reflexión a los demás. Lo sigo pensando. Y cuando nos reencontramos, lo seguimos manifestando. Algunes de mis amigues, empleados o empresarios, han sido donantes y mecenas en los procesos culturales de los que he formado parte, o cuando se los he sugerido.

Como suele suceder, el trabajo cultural emergente no lo hicimos desde la soledad. El Colegio de Bachilleres de Oacalco se volvió un crisol de oportunidades y posibilidades, un ejemplo de diálogo entre una institución educativa y la población en la que se encuentra inserta. La directora del plantel, Alicia valencia Reyes, importante promotora de fomento a la lectura, fue determinante para abrir el plantel O3 Oacalco a un sin número de actividades de promoción cultural. Fue fundamental el apoyo de la maestra Ana María Torres Salgado, quien, abogada de profesión, formada en la Facultad de Derecho de la UNAM, supo ver el potencial de un grupo de estudiantes que años más tarde se convertiría en una generación de exitosos profesionistas en diversos ámbitos científicos y sociales.

Escribo todo eso porque, luego de estudiar la carrera de historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en 2006 decidí dedicarme a la administración pública. Me convertí en coordinador de Cultura y Director de Patrimonio Cultural en Yautepec. Después fui subdirector de Relaciones Interinstitucionales y Subdirector de Gestión y Proyectos en el Instituto de Cultura de Cuernavaca, del que fui cofundador junto a entrañables compañeres y amistades, Edgar Assad, Adalberto Ríos Szalay, Fernando Hidalgo, Anahí García, Margarita Estrada, Patricia Tello Sarabia, Carolina Alvarado, y muchas personas más a las que injustamente omito por razones de espacio.

Desde luego que, en todos estos años, una de las experiencias más significativas que tuve fue mi aprendizaje en Cultura 33 para la creación de la Ley de Cultura y Derechos Culturales del Estado de Morelos. Años más tarde colaboré en el entonces Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología CONACYT, y en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos CNDH, en proyectos y áreas especiales para su rediseño institucional y en proyectos estratégicos para la divulgación de la ciencia y los derechos culturales, que son humanos, y los derechos humanos que también son culturales.

No soy yo quien deba evaluar si mis participaciones como servidor han sido exitosas, pero sí puedo decir que muy satisfactorias y que he sido un hombre incorruptible, a pesar de todas las ofertas que han llegado y de las que me honro haber desestimado e incluso denunciado o exhibido pública o políticamente con quienes debí. De ello ha quedado registro en diversos ensayos, artículos de fondo y de opinión en diversos medios de comunicación como La Jornada Morelos, Mochicuani, el Grecu, y Proceso.

Así fu como advine en promotor cultural, no de la noche a la mañana, sino desde hace de casi tres décadas. De manera paralela, en todos estos años fui siguiendo los ritmos de la política cultural nacional y morelense, específicamente los entramados de todo aquello que incide en los procesos socioculturales y de las mismas instituciones culturales: la organización de la vida cultural comunitaria, el perfil de sus titulares, sus proyectos de cultura, la gestión y el diseño de sus instituciones, políticas públicas y programas de atención y servicios, la operatividad y capacidad ejecutiva, competencias jurídicas o marcos de gestión de las áreas responsables de cultura en las administraciones municipales, estatales, y federales, y en consecuencia, sus resultados.

En todos estos años he sido testigo de cómo la llamada voluntad política también suele navegar entre el capricho, la ocurrencia y la ignorancia, que las más de las veces ha permeado la toma de decisiones de quienes gobiernan, pero también de quienes como encargados de despacho asumen mayores facultades que los propios gobernantes.

Con cercanía o distancia, también con desdén, y a veces en contextos de colaboración profesional, he tenido la oportunidad de conocer de manera periférica y de manera cercana el lado miserable de la función pública y la élite política poco ilustrada, mezquina e inmensamente ambiciosa, pero también gente de alta probidad moral que ha influido en mi trabajo y aprendizaje.

Quise compartir esta reflexión y este recuerdo al margen de los umbrales que advierto promisorios para la vida cultural de Morelos y de México. Me interesa la colaboración, pero también la crítica, la disidencia, la distancia y la resistencia, la lucha que siempre será inagotable, porque ilumina aquellos pliegues del pesimismo.

Uno nunca debe callarse ni olvidar su estatus de ciudadano. Toda condición de posibilidad es libertad.

Si no es cultural, y colectiva, no es transformación.