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En el mar mi memoria goza mucho más

Jorge “El Biólogo” Hernández*

La canción y aquel verso de “en el mar la vida es más sabrosa” que se trovaba en los tiempos de mis padres y que por herencia llegó a mi generación, fue compuesta por Osvaldo Farrés e interpretada por Carlos Argentino. Cada vez que estoy sentado frente al mar, ese verso de ritmo juguetón despierta en mi memoria pasajes gratificantes en donde no estoy solo, sino que veo aparecer en mis remembranzas a una de mis grandes pasiones: mis amigos.

La primera toma está en las playas de San Blas, donde un amigo vago y biólogo, que trabajaba asuntos pesqueros en esa región, nos ayudó a Fallo Cordera, Emilio Reza y a mí, ante la falta de recursos monetarios para completar para la gasolina que nos permitiera llegar a Manzanillo después de una gira en la que hacíamos proselitismo en sindicatos. Su idea fue vender unas pulseras que elaboraba a mano una de sus múltiples novias gringas y medio jipis. Con la labia que nos caracterizaba, en una sola mañana pudimos vender a las turistas que se asoleaban en la playa las pulseritas suficientes para llenar el tanque de mi Datsun. Y eso nos permitió llegar tranquilamente a los Bungalows La Joya, propiedad del Capitán Cordera, padre de Fallo, quien nos recibió cálidamente y nos apoyó con recursos para seguir nuestro viaje de regreso a México. Vagamente recuerdo ver caminar en shorts a esos tres militantes de la izquierda mexicana de los años setenta, vestidos con playeras de los Rolling Stones, intentando vender, entre fumarolas de los cigarrillos de mota que consumía gustosamente nuestra clientela, esas artesanías hechas de fibras naturales; nosotros hablando un inglés incomprensible pero que lograba su objetivo monetario, sin duda por los efectos de esos humos.

Un poco más adelante en el tiempo, esos aromas de cannabis los olfateé al lado de otros amigos y compañeros biólogos, en otra playa, localizada ésta en el Golfo de México, al sur de Veracruz, era llamada por sus pobladores El Jicacal. En ese lugar vi lo que escribió magistralmente José Carlos Becerra en su poema Las Ventas: “Jugó la selva con el mar como un cachorro con su madre”. Allí habitaba una comunidad de pescadores ribereños venidos de otros lados del país. El grupo de investigadores compuesto por Fernando Lozano, alias El Chango, Armando Campos conocido en la colonia Portales como El Franky, Manuel Blanco, y sus profesores Carlos Juárez, y ya en ese tiempo, el biólogo Hernández, rumoraban entre ellos que esos hombres solos del Jicacal, sin mujer, eran unos “huidos” de su tierra natal. Recuerdo los apodos de estos pescadores fumadores de mota: uno era conocido como El Tecate, otro El Caliche, uno más El Sinaloa, no olvido al Huasteco ni al Reynosa. Con ellos, mis alumnos más jóvenes –quienes tenían un gusto refinado por la marihuana—aprendieron a forjar tiritas largas como del doble de un cigarrillo y muy delgados, a los que los pobladores llamaban “tibetanos” –nuca supimos la razón del nombre. El arte consistía en fumarlos sostenidos con una pequeña horqueta de ramitas tropicales, para así evitar su caída y el desperdicio al fumar la hierba ante los vientos marinos. Durante las noches en esa playa del Sur de Veracruz vi y escuché reír a mis amigos como nunca más en todos los años que pasamos juntos. ¿Dónde dejaron, pues, amigos biólogos, esos sus interminables “tibetanos”?

Hace muchos años conocí en México a Chema, un gran cocinero catalán que visitaba nuestro país y de quien me hice amigo hasta el punto de que vivió en la casa de la Palmera de Portales. La pasamos tan bien que en una borrachera me hizo prometer que algún día iría a visitarlo a su casa en Menorca. No pasaron muchos meses para que hiciera un viaje que me llevó a esa isla. Chema me hospedó en Mahón, capital de esa provincia de las Baleares; su casa albergaba un gran restaurante de fama nacional que era visitado por personas de Barcelona o de Madrid. El segundo día de mi estancia, Chema me dijo que la pasaría “de puta madre” en la zona de las playas que quedaba a poca distancia. Esa mañana, muy feliz tomé un taxi que me llevó a la playa; iba adecuadamente ataviado con mi traje de baño, cubierto por un short naranja muy vistoso y tapado mi dorso con una playera estampada con la imagen del Camarón de la Isla. Al bajar del taxi caminé unos 200 metros hacia la playa y al llegar veo algo que me dejó mudo: todos los bañistas, sin excepción, estaban absolutamente desnudos; sin darme cuenta llegué a la zona nudista de ese mar. Seguí caminando ante la mirada no agresiva pero sí extrañada de los bañistas, que se asoleaban plácidamente sobre la arena. Un temblor recorrió mi cuerpo al saber que, en ese lugar, el único obsceno era yo. Con el pudor destrozado, lo único que pude hacer fue caminar rápido, casi correr, en busca de otra zona, mientras me despojaba de la ropa, pero no llegué al desnudo porque, por fortuna, me encontré entonces en otra playa y ahí las personas tenían sus cuerpos más o menos cubiertos.
         En esa otra zona del mar, en un chiringuito (como llaman los españoles a los locales playeros), comí unas tapas riquísimas y conocí a una pareja de jóvenes que me invitaron a ir con ellos por la noche a Ciutadella, que es un pequeño puerto ubicado en la parte Oeste de la isla. En esa playa nocturna del Mediterráneo quedé atónito: nunca en mi vida había visto una bóveda celeste tan bella, y esa experiencia fue enriquecida por las explicaciones expertas de Jaume y su novia Montse, la pareja que me había llevado a Ciutadella y cuyo oficio era el tráfico aéreo. Esa noche me señalaron la Osa Polar, y aprendí los nombres y ubicación de las estrellas que guiaron por milenios a los navegantes. Al ver ese cielo iluminado solamente por las estrellas, dije emocionado: –¡Collons! Queridos amigos catalanes del Mediterráneo, qué fortuna que a pesar de esa impecable y precisa cartografía de los cielos, unos cuantos marineros dieran una vuelta a la izquierda de forma equivocada y llegaran sin saberlo a sus “Indias”, una de ellas hoy conocida como México.

     Las notas de este recorrido por mi memoria, que goza siempre junto al mar, fueron delineadas frente a Playa Blanca, cerca Zihuatanejo, México. Fue a la hora del aperitivo que Laura me recordó un pasaje del poema Mar, de Borges, y con algunas de esas palabras, como dicen los corridos, me despido: “…antes que el tiempo se acuñara en días, el mar, el siempre mar, ya estaba y era… y es uno y muchos mares…Quien lo mira lo ve por vez primera, siempre.”




*Bailarín tropical, apasionado de viajes, bares y cantinas que desea que estas Vagancias semanales sean una bocanada de oxígeno, un remanso divertido de la cotidianidad.