loader image

Elsa Sanlara

Mi familia emigró por la misma razón que millones de personas dejan sus países diariamente: tener una vida mejor. Algunos luchan por proveer a sus familias, otros huyen de guerras, regímenes opresivos o de los estragos de desastres naturales. Nosotros nos encontrábamos en la categoría de aquellos que escapaban de la inseguridad y la violencia en nuestro país.

Partimos como tantos otros, con nuestras maletas repletas de ilusiones y sueños. Anhelábamos vivir tranquilos, escapábamos del terror que los secuestros iban sembrando poco a poco en nuestro entorno más cercano. Era preocupante ver cómo, a pesar de que se pagaran los rescates exigidos, las víctimas regresaban a casa mutiladas, con cicatrices físicas y con profundas heridas psicológicas.

En esos años, el crimen organizado aún parecía distante y ajeno. Los ajustes de cuentas, el pago de «piso» y los asesinatos no estaban tan normalizados como ahora.

Sin embargo, el miedo nos forzó a dejar atrás nuestra casa, familia, amigos, vecinos y el pequeño negocio de mi padre. Dejamos atrás nuestro mundo entero.

Al principio, todo era novedad. Fue emocionante llegar a nuestro destino y explorar una ciudad que parecía no tener fin. Pero cuando emigras, el sentimiento de desarraigo pronto se hace presente. Es real, profundo y muy doloroso. Casi siempre comienza por el estómago, especialmente cuando te das cuenta de que en tu nueva ciudad no venden tacos al pastor, ni pozole ni mucho menos cecina de Yecapixtla.

Casi simultáneamente, cuando los primeros signos de desnutrición del alma y del corazón se hacían evidentes, comencé las clases en una escuela pública que tenía un programa especial para estudiantes cuya lengua materna no era el inglés.

La escuela parecía ser un experimento social y demográfico en sí misma. Había personas de origen asiático, árabe, argentino, venezolano, colombiano, guatemalteco, salvadoreño y, por supuesto, mexicanos, todos mezclados en un mismo grupo, reflejando la diversidad de Estados Unidos que trascendía más allá de esas paredes.

Las historias que se compartían en las clases de extranjeros parecían sacadas de un episodio de «La Rosa de Guadalupe». Los centroamericanos y sudamericanos relataban las atrocidades que habían sufrido al cruzar por México, mientras que los mexicanos hablaban de la dureza de cruzar la frontera, ya sea caminando en el desierto o aventurándose en las impredecibles aguas del río Bravo.

En lo que todos coincidían era en el dolor indescriptible al presenciar la muerte de algún compañero de viaje, lo duro de dejar atrás los cuerpos inertes de aquellos que perdían la vida, cuerpos que permanecerían por siempre en el anonimato, sin una tumba dónde llevarles flores el Día de los Muertos.

El río es mortal y no distingue entre hombres, mujeres o niños. Aquellos que no logran escapar de sus caprichosas corrientes se convierten en esas historias que siempre terminan con la frase: «… se fue al norte y nunca volvió».

Las conversaciones con los «gringos» en mis otras clases eran un mundo aparte. Se hablaba de videojuegos, marcas de ropa o de quién tendría la suerte de irse de vacaciones al Caribe. En su mundo, el hambre, los secuestros, los feminicidios y la desesperación de cruzar fronteras de manera ilegal simplemente no existían.

Han transcurrido muchos años desde entonces, pero ese reflejo del aula escolar apenas ha cambiado en el panorama social actual. Mientras que la clase pobre, los oprimidos y las víctimas de la violencia continúan huyendo y buscando un futuro mejor para sus familias, las clases privilegiadas se entretienen decidiendo si viajar a destinos como Bali, Dubái o al fondo del océano para visitar los restos del Titanic.

Muchos inmigrantes dicen que emigraron porque «no había de otra», y eso es precisamente lo indignante, porque siempre deberíamos de tener otras opciones.

Los que nos fuimos no queríamos dejar nuestra tierra, y sabemos que al marcharnos no estamos contribuyendo a resolver el problema real. La inmigración ilegal es solo un paliativo para un problema más profundo que debe abordarse y resolverse en nuestros países de origen, en las urnas y no en las fronteras de países vecinos.

La violencia endémica me enfurece, pero la pobreza sistémica, me indigna y me duele. 

Porque un país pobre es un negocio altamente lucrativo para aquellos gobiernos que son conscientes de esta realidad, y no solo permiten la pobreza, sino que también la fomentan y la perpetúan para su propio beneficio.

Y así, en un mundo que se movilizó de forma frenética para buscar un submarino perdido, que llevaba como tripulantes a 5 millonarios excéntricos, al otro lado del océano, un viejo y destartalado barco pesquero que transportaba a unos 750 inmigrantes en busca de una vida mejor, naufragaba frente a las costas griegas a pesar de haber pedido auxilio por más de 12 horas a las autoridades europeas. Sobrevivieron solo 104 personas porque la ayuda nunca llegó. Sus muertes son culpa de las malas decisiones de los gobiernos en sus países de origen, aquellos que no han sabido crear seguridad, y una forma digna de vivir en la tierra que los vio nacer. 

El mar, al igual que el río Bravo, no hace distinciones y, al final, tanto los turistas millonarios como los emigrantesanónimos pagaron, sin saberlo, un boleto sin retorno. Pero lo verdaderamente doloroso es que ambos lo hicieron ante la mirada de una sociedad que solo llora a 5 privilegiados, porque al parecer el dolor, la indignación y la empatía de la humanidad son selectivas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *