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Alma Karla Sandoval

El ingenio de Emily Dickinson es incuestionable, hablo del don de encontrar en una migaja el significado de la abundancia espiritual admitiendo su suerte de gorrión. Me refiero al hecho de conceder a un jardín la gracia del imagomientras una violeta baila convencida del lugar que ocupa en el universo. Con todo y los vestidos blancos de cada día o ese sabio estar en el mundo que la llevó a aislarse, pero no a dejar de escribir en libretas como pulmones de una voz hechizada, Dickinson sufrió del síndrome de la impostora y cultivó en secreto un amor por la esposa de su hermano que al principio fue muy difícil de gestionar.

    Muchos años más tarde, el duende negro de la censura siguió ocultando las cartas y los poemas que la poeta escribió a Susan Huntington Gilbert, pero bien dicen que el humo, el dinero y el amor no se pueden esconder. Esa relación duró cuatro décadas, casi toda la vida de Emily, pues nació en 1830 y murió en 1886 a los 56 años. Muchos dirán que esta biografía contó con el ingrediente básico de las existencias desgarradas de los artistas: un amor imposible de realizar abiertamente por la época o el parentesco que las unió. 

   De haber habitado el siglo XXI o la Grecia antigua, las dos mujeres se habrían fugado para vivir y morir juntas en otra ciudad o en Lesbos, pero el Massachusetts de entonces no celebraba en junio el mes de la diversidad. No obstante, se amaron como pudieron y al final, la autora más celebrada de la poesía estadounidense confesó que habría abandonado el paraíso si Susan no estuviera ahí, a su lado.

     Palabras más o menos, Dickinson estuvo muy ocupada tramitando ese amor y cuidando de sus familiares, así comode la casa de campo de la que nunca quiso salir para conocer el mundo (no le hacía falta) o para asistir a tertulias, por más que un profesor de humanidades enamorado de ella le rogó aparecerse en los salones de la ciudad para leer poesía. Hubo otro hombre además del hermano con quien compartió a Susan, que no le hizo bien a la poeta, el editor de un periódico local que le regresó un poema con una carta explicando que no podían publicarlo porque era malo, rimaba mucho, etc. La joven respondió describiendo esos sonidos como cascabeles a los que en ese momento no estaba a dispuesta a renunciar. Dicho y hecho, sin embargo, tampoco volvió a enviar a ningún diario ni a ningún editor sus libros con miras a ser publicados. Las y los biógrafos aseguran que el primer rechazo la marcó, que vivió escribiendo con la espada de Damocles de la duda sobre ella.  

    A veces creo que romantizamos tanto la poesía que le conferimos un poder sobrenatural, pero no es otra cosa que una violeta delicada, un aleteo de colibrí o un Edén al cual renunciamos fácilmente en nombre de cualquiera. Resulta muy fácil envenenar el empeño de los poetas, viciarlo, destruirlo. Con las mujeres es más rápido, su voz se torna suicida porque acostumbradas a otro tipo de silencios para sobrevivir, uno más no hace verano ni trascendencia. Las poetas se resignan fácil, bajan los brazos porque por lo regular los llenan con un hijo o los ocupan para cuidar a otros o cargar leña literal y/o simbólica.  

    Aun optando por renunciar a esos roles, convirtiéndote en una solitaria sin amantes, el síndrome de la impostora es una plaga común. A la poca autoestima que te resta porque el editopatriarcado se encargó muy bien de convencerte de que no sirves para escribir con críticas feroces cuando un texto pudo mejorar, sumémosle el poco valor que se le concede a un buen texto que incomoda. Quizá por eso muchas de las que logran ser muy reconocidas se vuelven desconfiadas y, en el peor de los casos, insoportables. Defienden su coto de poder ganado a punta de premios o sacrificios sangrientos,menospreciando a las demás, cerrando la puerta del Edén no para irse al purgatorio con quien aman, sino para que nadie más entre ahí, donde los verdugos son los consentidos de cierto Dios que no aprecia a todas las mujeres.  

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